Ser
gente, ser calle, ser pueblo, una voluntad en puño o en racimo. No imagino lo
que tiene que ser salir a la calle, con decenas de miles de personas, con el
engreimiento del número y la razón. Yo sólo he estado en manifestaciones para
cubrirlas, y había motivos o sólo romería, y la gente pedía cosas o sólo era
una excreción de rabia o chicle. Pero siempre pensaba lo mismo: hay una trampa autorreferencial
en esto del poder de las multitudes, parecida a la que usan los nacionalismos.
La falacia de que una nación está compuesta por los que creen que existe esa
nación, o sea los nacionalistas, convierte a éstos automáticamente no ya en
mayoría, sino en totalidad. Y el que no participa de esa opinión, queda fuera del
constructo, de la Patria. Igual, si el pueblo se define como los que salen a la
calle con esa conciencia de pueblo, está claro que ellos son todo el pueblo.
Los demás están fuera. Son derechones o banqueros o explotadores o esquiroles. Pero
esquiroles políticos o ideológicos, esquiroles de la condición ciudadana. La
gente no salía a la calle el miércoles porque tenía razón, sino al contrario:
la gente tenía razón por ser los que salían a la calle. Ésa era la lógica.
Siempre
hay una tonta disputa de números en las huelgas y las manifestaciones. Es una
distracción inútil y numismática porque, en realidad, los números no importan
cuando se ha llegado a la conclusión de que se es el todo, de que se es la
nación o el pueblo ‘verdaderos’. Podrían haber hecho huelga o salir a la calle
un millón más o un millón menos, y esa conciencia no variaría. Por eso estas huelgas
siempre son un éxito. Aunque el PSOE se haya arrimado por interés (poner a Rajoy
como enemigo del pueblo –de nuevo Ibsen), es la izquierda eternal y
retrocomunista la que sigue cobijando con más tenacidad y nostalgia esta idea de
que ellos, su clase, son el pueblo, y por tanto, sus ideas son también las del
pueblo. Por eso, más que el voto, con el que nunca ganan, valoran la lucha, la
pelea, la fuerza. Las ven como las únicas armas del pueblo verdadero contra el
poderoso anti-pueblo (capitalismo, sistema), ya que lo que llamamos democracia
forma parte de ese mismo sistema enemigo y perverso. El sistema, con sus reglas
y leyes y dueños, está diseñado para aplastar y someter al pueblo, de manera
que es imposible ganar con votos, en las urnas. Hay que ganar en la calle. Hay
que ganar en la guerra. Y ya está. Una vez que se admite la razón de guerra,
cualquier otra consideración política o ética está de más. Ser calle, ser
pueblo, ser ese todo. Y sentir ese poder, esa guerra, ese enemigo. La
borrachera de la batalla. Guerra justa, dirán. ¿Acaso hay alguien que no crea
que su guerra sea justa? Pero ellos no son el todo. No son el pueblo. Y no son
la democracia. Son lo contrario. La historia lo sabe bien. A adorar ese ‘ser el
todo’ se le llama totalitarismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario