En
la gallera de caoba, en el dormitorio de mármol de los abuelos de este país,
donde hay serenas espigas masónicas pero también balas incrustadas en los ojos
de las estatuas, la vieja política discutió con ella misma como un matrimonio.
El Congreso de los Diputados, con pijos del barrio de Salamanca y desembarcados
de Atocha o Chamartín, con algo de corrala y pensión madrileña, lleno de
comadres, cerilleros y vendedores de medias, es la plaza de nuestra democracia
y la pinacoteca de su decadencia. Aún me emocionan sus debates, aunque se digan
tontadas. Hay algo, una acústica noble, como de capilla; una herencia alegórica
de todos los que fueron haciendo el parlamentarismo y la democracia a partir de
nuestros viejos pañolones, odios y supersticiones (con el Parlamento andaluz no
me pasa eso: siempre pienso que tiene forma de bingo y suena igual). En el
fondo quiero creer que se mantiene allí cierta dignidad de todos los que
lucharon por la democracia y la libertad en este país suicida, pillo y canalla,
y de los que lo siguen haciendo a pesar de que el sistema se haya atocinado en
la corrupción, la incompetencia y el engolamiento.
El
debate sobre el estado de la Nación se ha hecho como la batalla de dos galeones
en el hemiciclo anegado. Es la vieja política, con sus viejos barbudos, sus
viejos reproches y sus viejos balines, haciendo teatro del Siglo de Oro entre
la miseria del pueblo y ladrones con mella. Ahora hay muchos ortodoxos que
hablan de la antipolítica refiriéndose a la política que no es el bipartidismo
aparatista y la partitocracia teológica que nos manda. Es cierto que hay nuevos
anarquistones de plazoleta, y movimientos que quieren sustituir el voto por el
jaleo y los contenedores dados la vuelta, y que tenemos esa izquierda perdida
que aún no sabe qué es a pesar de lo antiguos que son ya los cascotes del Muro
de Berlín. Pero también es cierto que entre la flauta y la greña, en los partidos
eternos o nuevos, hay gente sensata que ha visto que no hay dogmas en esos
papeles como marinos de la Constitución y que nuestra democracia tiene que
cambiar en fondo y forma. Rajoy aún defendió la política tal como salió de los concilios
de la Transición. Pero esa política ha fallado en muchas cosas. Las principales:
la ruina del Estado autonómico (tal como se ha desarrollado, al menos), de la
que Andalucía es un penoso ejemplo; y la corrupción sistémica por el
desmesurado poder de los partidos. Rajoy aún se puso digno y hasta calderoniano,
pero la prueba de que la corrupción y la búsqueda de impunidad no son
anecdóticas es que los partidos diseñan y mantienen una Justicia controlada por
ellos. Hay antipolítica, pero también hay política simple y valientemente reformista.
Rajoy y Rubalcaba, como suelo decir yo, son ya dos señores de El Greco. Hablaron
para ellos entre las reverberaciones, los fantasmas, los tiros y las glorias
del Congreso. Pero allí, a pesar de todo, al final de todas las maderas y los
siglos, yo digo que sigue oliendo a pueblo.
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