Mucho después entendí que la calle no se llena por las injusticias, ni por cómo huelen las trenzas de las chicas empapadas en las fuentes, sino porque el ruido se guarda o se saca según convenga y hay especialistas en apretar el botón de ese ruido. Un día, los sindicatos duermen en su paz social, en sus bigotazos, en sus besos un poco soviéticos, en su pesebrín, y al día siguiente, con los mismos parados, la misma ruina y la misma crisis, la revolución les prende en las barbas y empiezan a aventar gente hacia la calle. Lustros llevamos viendo morir a la escuela pública, supurando fracaso, analfabetismo, gamberreo y carencias, pero un día alguien toca un silbato y de repente hay manifestaciones por la educación pública en todos los telediarios.
La calle la han ocupado igual obreros y monjitas, tiesos y pijos, parados y funcionarios, fiesteros y víctimas, idealistas y revientafarolas. Puede haber motivos para salir a la calle a cacerolear la injusticia, pero me indignan los que, ante la misma realidad, un día callan y tragan contentos y al otro sacan el lanzallamas a la acera. La calle es otra arma política y por eso no importa el qué, sólo el cuándo y el contra quién, los sartenazos al enemigo y el ruido que tape a las razones. El ruido manejado por sus profesionales como ferroviarios. Y el ruido se monta fácil, apenas cojas a algunos fieles, algunos aburridos, algunos alborotadores y algunos ingenuos. Como cuando venían a mi instituto a meternos en una huelga y nosotros decíamos que sí por saltarnos la clase de un profesor coñazo y seguir a esa amazona de los rizos.
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