Los juicios en la calle, en los periódicos, en las tabernas... Todos hacen de jueces, pero eso es como si todos quisieran hacer de traumatólogos. Vamos hablando de justicia con el corazón de una niña muerta, con las babas de los corruptos, con ideologías sentimentales y sus ataúdes de arena, pero ésa es precisamente la manera en la que no puede (o no debería) hablar nunca la justicia, ni desde el corazón ni desde las babas ni desde las ideologías. Son tentadores los altares y las hogueras de jueces, pues arden y brillan como mesías. Pero a los jueces, todos, dignos, justos, torpes, envilecidos endiosados o hasta con dueño, y a la Justicia en general como institución humana, falible y mejorable, sólo podríamos criticarlos o defenderlos, en rigor, con la medida de la propia ley, con el argumento jurídico y legal. Cualquier otra cosa es barbarie, linchamiento, turba, este pudridero de la Democracia que vemos aventando horcas y a veces tronos para los jueces o sus decisiones en las plazas y los papeles.
Partidos, demagogos y tejedoras de guillotina han pretendido mangonear la justicia para sus intereses, su tranquilidad y sus revanchas. La nueva reforma del Gobierno ayudará sin duda a la independencia y a la dignidad del poder judicial. Me ha parecido una medida revolucionaria esta resurrección de Montesquieu, de la verdadera división de poderes, tras el hachazo que le propinó el felipismo. Pero la sociedad también tiene que aprender que la justicia no está para ejecutar sus venganzas ni pagar deudas de su sangre, su historia o su ideología. Y que los jueces, al final, se parecen más a médicos que a santones, pistoleros o cucarachas de los visillos.
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