Contaba
el padre agustino Giorgi, allá por el siglo XVIII, que cuando fue a convertir a
los tibetanos al cristianismo se encontró con que allí ya adoraban desde hacía
mucho a “un dios bajado del cielo, nacido de una virgen de familia real y
muerto para redimir al género humano”. “¿Para qué nos vamos a convertir al cristianismo,
si ya tenemos unas creencias idénticas a las vuestras, y además mucho más
antiguas?”, le dijeron al estupefacto evangelizador. El Papa anda desmontando
el portal de Belén como el cerrajero de Dios, no sabemos por qué purismos, y le
ha quitado la santidad pacífica y ancestral del buey y la mula. Pero Ratzinger
está queriendo vaciar el mar con un cubo, de una manera muy agustina. Primero,
porque las historias de los dioses tienen más que ver con mitos arquetípicos
que con sucesos reales o creíbles, como nos ilustra la anécdota anterior. Y
segundo, porque la tradición normalmente es más poderosa que el hecho, y una
alegoría más perdurable que lo que la motivó. Los animales amables significan
legitimidad del recién nacido, por aquella salvaje costumbre antigua de exponer
a los hijos de padre dudoso a las alimañas o a las aguas. Ahora, el buey y la
mula quizá son ya sólo pisapapeles del Espíritu Santo, pero esto es anecdótico.
Si a la imagen del portalito le empezaran a quitar todos los símbolos (además
de los malentendidos históricos, geográficos o lingüísticos), no quedaría ni
una puntilla. Puede que el Papa lo haya hecho creyendo que al señalar un error
en ese retablo le otorga más solidez a lo que queda. Pero los mitos tienen una
verdad que no necesita ser verdad, los Evangelios no se ponen de acuerdo ni
entre ellos y hace mucho que nos dimos cuenta de que todo eso va de creer porque
se decide creer, no porque a un dios lo certifique un perito del ayuntamiento.
Con dioses de barro y pan, con estrellas
marinas en un cielo de cartulina, con luz en las narices de las nubes, con árboles
que llevan sombrero de caramelo, con pastores que pasan falsamente todo nuestro
frío, hemos hecho la Navidad, una caja de símbolos dentro de otra caja de símbolos.
El portal de Belén es una especie de molino que resume simbólicamente el
cristianismo y ponerse a evaluar la verdad del buey y la mula a uno le parece
como querer hacer teología con el caganer. Los belenistas de aquí, a los que
sólo les falta un equipo de fútbol, no sé si perderán el Cielo por poner a los
animales expulsados ahora por el Papa. Pero una excomunión de animales quizá
sea tan ridícula como una cruzada por su santidad. A veces no vemos la realidad
ni su sentido, sólo el espantajo o trasunto que nos ponen ante los ojos. A
veces no llegamos ni al símbolo, sólo a su cerámica. A veces, vamos a
evangelizar un Tíbet y resulta que nuestros dioses imitan a los suyos. Y yo
estaba hablando del buey y la mula, pero quizá pensaba en nuestra democracia. A
lo mejor un partido político es otro portal de Belén.
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