La
Historia a veces parece solamente eso que va enterrando hachas, códices,
clepsidras y perlas para que luego juguemos a ser los indios, los patricios,
los algebristas o los merovingios que ya no hay. Es esa Historia que nos deja
sus cuchillos y sus herraduras pero también la rodada de un padre que buscamos
o de un trozo que nos falta del corazón como de un cántaro o un brocal. Lo que
ocurre es que en ese gran campo de escombros de la Historia uno puede coger lo
que quiera para hacerse el disfraz con el que se vea más guapo: ser un
andalusí, un godo, un romano, un tartesio, un cristiano viejo, y dibujar la
caravana imaginaria y la línea sentimental que van desde el fetiche
identitario, desde la jarra de polvo original, hasta la actualidad. No es ya
confundirnos con una cerámica de lo que
fuimos, sino de lo que fueron otros que andaban por aquí siglos atrás y a los
que hacemos padres cercanos que nos legan sangre, patria y modos como si nos
dejaran en herencia un sólido y actualísimo estanco.
Lo que cada
uno es ahora, lo que los pueblos imaginan que son (primero porque creen en que
hay pueblos, y segundo porque también creen en la continuidad espiritual o
fisiológica de esos pueblos, tan parecida a la continuidad del Yo y quizá igual
de tramposa); ese supuesto “somos”, decía, está compuesto de demasiados
guijarros y colores, algunos más importantes que otros, así que escoger uno es
cuestión de gusto o de conveniencia. Ni siquiera resulta fácil catalogarlos.
Grecia y Roma, claro, aunque los bárbaros norteños luego devinieron en los
mayores y más bigotudos filósofos y pensadores. El cristianismo, por supuesto,
aunque desde el Renacimiento a la Ilustración y a la modernidad se fue echando
a Dios de su mandorla y los avances éticos, políticos y científicos siempre
contaron con la reticencia de las iglesias… ¿Y Al‑Ándalus, ese mítico dulce o
rosal nuestro? Pues quizá no tuvo tanta importancia como lo de antes. Así que
no sé por qué debería sentirme yo más andalusí que kantiano. Pero tampoco más cristiano
que alejandrino.
Ningún año
falta la polémica sobre la Toma de Granada, ahora con la Junta poniéndose como
de lado. Una polémica más ideológica o madrera que histórica porque no se trata
de aquellos moros o cristianos que ya no somos, sino de una especie de herencia
de esos bandos trasladada tal cual a nuestros días como un puestecillo. Aquí
conmemoramos matanzas, remojones de santos o carreras de vacas, pero la cosa se
empieza a poner idiota al querer sacar de esas celebraciones folclóricas la
inmortalidad de una sangre o la voz de un antiguo compañero de armas. Los que
se pelean no lo hacen por la Historia, sino por el ahora mismo. Estamos hechos
de muchos trozos y me parece ridículo alzar ahora un único gorrito o estandarte
podrido por los siglos como un pecio. Eso sí: en la Historia se pueden buscar
muchos padres para la identidad y la morriña. Para la Civilización, menos.
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