Un
pacto sirve como hecho, no como invocación. Si no, es poner mayúsculas en
cojines. Pacto por Andalucía, por la Autonomía, por la Justicia, por la
Transparencia, por la Paz, por la Libertad… Imaginen todos los pactos que uno
se puede inventar y echar a andar únicamente con lo que cuesta un rotulador
gordo. ¿No sienten el confort, el consuelo y la satisfacción que hay en la sola
palabra, en pronunciarla como el nombre de un amante o un refugio, en escribirla
como haría un monje chino con un gran misterio o verdad? Una vez que hay
cartelón, lo de menos es lo que pueda ser pactado o solucionado. Lo importante
es que unos aparecerán como defensores del concepto, de la mayúscula, y los
otros que duden, lo nieguen o se muestren escépticos ante el pacto o sus
promotores aparecerán como enemigos de ese concepto: ¿Cómo puede usted estar en
contra de un Pacto por Andalucía? ¿Es que no le importa su tierra? Y con ese
nivelito…
La Junta
llama ahora a un pacto o a un pactito por Andalucía, que así pega mejor con el
tamaño de su política. No es el primero ni será el último, porque se ve que los
pactos van caducando o sucediéndose en una especie de herencia o decanato.
Forman como una galería de próceres de las vanas intenciones o de la política
de sentarse alrededor de las palabras para verlas crecer en vez de actuar o
gobernar. Así, mientras un pacto (social, económico, por la Autonomía, por
Andalucía o por lo que sea) releva a otro o a alguna de nuestras
modernizaciones, ocurrencias sostenibles o nuevos 28-F, resulta que todo aquí sigue
igual. Pactar es importante, y a veces imprescindible. Lo que no tiene sentido es
pactar el propio pacto sin que haya más. Pero no nos engañemos. La mayoría de
las veces, en la política que nos ha tocado, sólo hay tres razones para la
pomposa comedia de estos llamamientos: una, que el hecho de pactar quede entre
los tontos como equivalente a solucionar aquello que da nombre al pacto; dos,
que una abstracción hermosa y genérica disfrace un mero negocio entre partes; y
tres, que otro partido acabe señalado como enemigo o aguafiestas y sea expulsado
de la bondad de esa abstracción al no aceptar el pacto. Griñán llama a Zoido y
lo que no sé es para cuál de estas tres categorías de zorrería política intenta
que le sirva. Yo diría que para una conveniente mezcla de la primera y la
tercera.
Pactos hacían
los dioses entre ellos o con nosotros aunque terminaran todos en desengaño o
esclavitud; pactos tenemos que hacer con el dinero, la moral, la libertad y
hasta el amor para vivir civilizadamente. Quizá el mayor de todos los pactos se
llama Estado, Ley. Luego, hay otras componendas, arreglos y enjuagues de
diverso calado e intención. No me atrevo a pedir a nuestros limitados políticos
un gran pacto con concreción, responsabilidad, honestidad y altura de miras. Casi
me conformo con que distingan los hechos y los actos de la sillería esculpida
por sus culos pensantes.
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