La
Pantoja, con braga de capote y cara zurbaranesca, le cantó al tribunal sus
amores fareros o carreteros igual que cuando está en el escenario clavándose
puñales y arrullando su mala estrella. Pero no me interesa su declaración en sí,
hoy no estoy por volcar el costurero de vieja que es siempre la cosa judicial.
Me interesa más esa capacidad suya para ser artista de ella misma, que es como
ser una princesa: una película eterna, una cárcel de las maneras, el cansancio
y la satisfacción de ir siempre estirándose por dentro para dar forma al
personaje o al retrato que ha decidido hacerse. Las folclóricas, eso sí, se
hacen todas el mismo personaje, esa Reina de Saba entre la majestad y la
gitanería, con una grandiosidad hortera de oros y pies descalzos, de lujos y ganadería.
Pero ser un folclórico no es sólo tener ese ego de príncipe panadero unido a un
mal gusto de porcelana de mal gusto. Toda majestad necesita un reino, un
pueblo, una veneración y un cofrecillo común de sentimientos facilones. Así que
las folclóricas llevan al pueblo, a la provincia o al país en el moño, igual
que los toreros, también muy folclóricos, lo llevan en la taleguilla (el torero
se enfrenta al dragón, a la muerte y al sexo, todo como batalla). También son
profundamente folclóricos los futbolistas. Si la Pantoja, ante el aplauso de su
público, se cree en el imperio chino de su arte; los futbolistas suelen creerse
en el señorío de sus calzones, que hacen patria.
Tonadilleras
quedan pocas, salvo las que fabrica Canal Sur como si en estos tiempos hicieran
pastorcillas de Garcilaso, y los toreros se han ido convirtiendo en gimnastas o
modelos de corbatas y ya no son tan castizos cuando la Fiesta decae en
popularidad y los jóvenes la ven una antigualla como el arte de los tapices. ¿Nos
quedan como últimos folclóricos los futbolistas? ¿Sergio Ramos, vestido de calle
como si viniera de una boda en Bombay, igual que la Pantoja poniendo sus dientes
en modo tiara? En realidad, nuestros más grandes e invencibles folclóricos son
los políticos. Nadie como un político se adorna de su pueblo como una flor en
las tetas, y habla entre la adulación y la ausencia de escuela, y es más
artista de su sonrisa, de su frente alta, de su mentira y de su ego; y confunde
la dignidad con un latifundio de vacas, y desprecia al otro folclórico de
enfrente, y nos cobra por cada tristeza y alegría que inventa y fotografía, y
confunde a sus fans con el mundo, y piensa que amontonar gente es acumular
verdad, y que la vulgaridad es sencillez, y que son sublimes las simplezas que
le salen ante el micrófono. Los políticos son los más grandes folclóricos. Lo
que pasa es que si se les pierde un pendiente, se pisan la bata, se les nota el
bigote, se atusan la ordinariez o insultan a la inteligencia, entonces la
pérdida, el pisotón, la indiscreción, el mal gusto o la necedad los sufrimos y
los pagamos todos. La Pantoja, ni mordiendo con toda su dentadura de gala
podría hacer tanto daño.
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