Es la lencería del peligro en esas
novelas con sombrero, en esas series de polis de la tele donde hasta los
teléfonos parecen pistolas. Se pone, se quita, se descubre, desnuda, acaricia, asusta,
sangra, maravilla, falla, duele, tarda, condena. Esa grabadora pegada al
corazón, una bomba contra otra bomba, una cinta que va enrollando la inminencia
con toda su lentitud, esperando que en los callejones con maletines en los
capós, o en los restaurantes de espaguetis por la papada, confiese el malo, el
asesino o el corrupto, enredado en su vanidad, su impunidad y su corbata
horrorosa. El cebo y el chulo bocazas, y esa grabación que dejará la verdad o
la sangre, que saben igual en la boca y salpican igual contra la madera.
Lo
de Mercasevilla o Invercaria lo podría haber dirigido Ridley Scott. Cuentan
que, durante el complicado rodaje de Blade
Runner, un miembro del equipo, ya irritado por los cargantes ambientes coloidales
de las escenas, le preguntó al genial y desigual director si acaso él tenía su
casa llena de humo. Pero entiendo a Scott. En aquella comisaría donde vuelven a
reclutar a Deckard (¿vuelven?), en aquellas calles donde se embarra la
promiscuidad con la desesperanza, en aquellos salones egipciacos donde se diseña
el horror de la creación, tenía que haber humo, polvo o ceniza en suspensión; luces
y negruras tiznadas y tuertas unas de otras. Igual que en el conflicto moral,
en la suciedad de aquel mundo decadente, en el asco de toda aquella misión
obscena, todo lo que nos plantea la película. Ese humo, esa suciedad, ese asco,
son los que se han quedado pegados en las grabaciones de Mercasevilla o
Invercaria, que suenan a ventilador esparciendo polvo como serrín o como lluvia
sobre la cabeza de Deckard o los cuerpos reventados que va dejando atrás.
Esas
grabaciones, un poco arrancadas a un muerto igual que ropa, han atrapado todo
un mundo como lo atraparía una lente. Un mundo con temperatura y viscosidad de
paisaje sumergido, pero que está ahí, a la vista, entre la normalidad, la
broma, las instituciones, la pringue del dinero y sus chulos, el lenguaje de secretarias
o de puteros que tiene la corrupción. Esas grabaciones han recogido, desde el
sitio de las tripas, un mundo donde Andalucía se revela como una ratería de mordidas,
sobornos, estafas y papelería mafiosa alrededor de lo público. Ése era el gran
negocio, lo público, manejado como una franquicia de canallas. En las novelas,
en las películas, la grabación hace de atrapamoscas, la cinta americana hace de
mortaja o el perchero hace de soplón. Se puede coger a un monstruo por una
palabra o una escama, se puede acabar con una bala en el sombrero o con un fajo
en el bolsillo. O puede ocurrir como en aquel Los Ángeles brumoso de Blade Runner, levantado sobre alcantarillas
y formol, en el que una honda enfermedad moral ha hecho ya indistinguibles a
padres, guardianes, amantes y asesinos.
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