A
mí me enseñaron con una tiza que olía a talco, con un compás que era un hilo,
con una pizarra que llamaban encerado, con un borrador que acumulaba un polvo legendario
y sabio como el de una tumba egipcia. ¿Qué hace falta para enseñar bien? Los
pitagóricos hacían sus cuentas con piedrecillas (cálculos) y la Academia de
Platón apenas era un picnic en un olivar, pero no sé qué pasa aquí que sale tan
caro, tan duro, tan imposible un maestro con su pizarra. Yo tenía ese maestro
despeinado o esa maestra dulce y de la pizarra salían conjugaciones, dicotiledóneas,
fracciones o toda la Casa de Austria con gorguera, pero no sentía yo allí
burocracias ni ideologías ni política, que no rimaban con nada en la clase.
Luego, en el instituto, las matemáticas se hicieron marabunta, los exámenes se
perseguían en moto y yo ya tenía calculadora con los ochos más verdes que hayan
existido nunca, pero seguía estando el profesor, la clase mojada de los
paraguas y de las lecciones, y esa pizarra para llenar como una cueva
interminable. Todo parecía sencillísimo. La historia y la matemática eran las
que eran, los trilobites seguían acostados sobre su radiografía eterna, y los
poetas, muertos de hambre en sus arpas. Y el profesor te aprobaba o te cateaba
con una marca de mosquetero en rojo. No podía imaginar entonces que hicieran
falta legiones, chupatintas, ciudadelas, augures, jurisperitos, capitanejos,
ideólogos y fueros detrás de un profesor y su pizarra. Por eso nunca entendí
las huelgas de estudiantes, ese raro sindicato que venía a mi clase como a
proponer sólo desconchones. Y si me iba al patio, no era en busca de una
bandera, sino de un banco o de una muchacha con chubasquero y ojos de alumbre.
No
hace falta tanto para enseñar bien. Ni siquiera tanto dinero. Pero una aciaga
generación de imbéciles de la pedagogía ha llenado de escombros y perifollos las
pizarras y los bolsillos de los profesores. Y políticos o politizados igual de
aciagos han querido meter ideología y enchufados de su casta en esa sencillez
como molinera de las aulas. Eso cuando no han pretendido convertirlo todo en
una guerra sobre si se ponen o se quitan curas o falditas. La huelga en la
Universidad la entiendo. Si ahora hay que ser rico o un genio para poder hacer
una carrera, está claro que, a falta de genios, las élites serán otra vez los
niños de papá. Pero en Secundaria sigue habiendo mucho de esa ideología de los
desconchones, la de esos mismos que venían a mi clase queriendo hacer
estalinismo con la selectividad. ¿Recortes? Por supuesto. Que recorten todo lo
que sobra hasta que queden ese profesor que habla de Kepler o de Parménides, esa
tiza que deja restos como de pan, esa pizarra como la parte de atrás de todo lo
que existe, esa ciencia sin bando, esos libros con el plástico de las tardes, esos
hijos del obrero o del farmacéutico tras la misma ventana. En la antigüedad, bastaban
un maestro en un pórtico o en una estera y alumnos con tablillas. Y ganas de
enseñar y aprender.
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