Por la noche,
en Doñana, hocican los animales del zodiaco y se encapotan los árboles con su
propia sombra. Por la noche, hay hasta Doñana un escalón de arena y conchas,
como un cofre incrustado; hay un río de fuegos artificiales negros, hay unas
barcas que parece faroles temblando, hay un trasatlántico de cielo que pasa
igual que en Amarcord de Fellini.
Doñana, tina de agua para los faunos y los dioses herreros que forjan los
atardeceres, vela hinchada por la respiración de la naturaleza, húmedo aparte
del mundo... Allí se van los presidentes a empezar a desnudarse para morir, como
si se bautizaran para su decadencia, su ruina, su martirio o su locura, entre
el agua vaciada por el horizonte y los puntos cardinales clavados en la arena. El
Palacio de las Marismillas, taza medio enterrada allí, ermita de pájaros y
pozos, tiene fachada y maldiciones de sanatorio. Acoge a los presidentes como
en una infancia de chocolatería, pero luego una podredumbre marítima o una
leyenda de piratas los condena. Con el silencio que cruje como una capa, con el
olor a incendio pospuesto de los árboles, con las estrellas que te crucifican
sobre una duna, con la sal que pudre las raíces y los pies, Doñana hiere, marca
o grilla a los presidentes, que terminan haciendo la oración en el huerto de
sus últimos días vivos o cuerdos.
Rajoy viene a
Doñana empujado por llamas y bocados, a salvarse de una explosión o de una
jauría sumergiéndose en el agua. Se dijo que el Gobierno no iba a tener
vacaciones y a lo mejor es sólo la visita a un oráculo de esta África tartesia.
Los del PP apelan a las Vírgenes y a los sudarios de los Cristos manchegos,
pero Rajoy, gallego, quizá se ha venido a buscar a los druidas del sur, los que
cuecen pociones con mar y yerbabuena. Que recen o lancen guijarros, porque la
crisis no la han parado, como decían, sólo con vestirse de domingo y hablar
levantando el dedo. Rajoy, como todos los de antes, se mojará los pies en el
cielo, empañará sus relojes, verá al sol ponerse y quitarse la capucha,
meditará sobre el fin del mundo en que él está pintándose a sí mismo y será
envenenado por ese lugar que termina matando un poco a todos sus convidados. De
Doñana salió González tiznado, Aznar vestido de Napoleón y Zapatero con las dos
alas rotas. No sé qué le susurrará a Rajoy el Oráculo del Sur, con los ojos
llenos de verdina. Quizá le augure que será otro bienintencionado torpe, como
el anterior inquilino. Quizá le ofrezca el cáliz del sacrificio a la hora en
que el atardecer puede llenarlo de sangre. O quizá no le diga nada porque nadie
puede ayudarle y porque allí no hay ningún oráculo, sólo el viento enrejado y
el sol limonero del sur. Que Rajoy medite y no descanse mucho, que esto se
hunde. Y que no olvide que de Doñana salen los presidentes medio muertos o
locos, con plomillazo o con testamento, perseguidos por la realidad y las
constelaciones, con las conchas en los ojos y los pájaros del agua en la
cabeza.
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