Nada. En estos días estamos aprendiendo que para ser consejero de la
Junta hace falta más o menos lo mismo que para presentar Tecnópolis: apenas manotear y apreciar modernidad en los jaramagos.
Los consejeros no saben, ni hacen, ni pueden remediar nada. Y ni les roza la
culpa. Sobre todo los de Innovación, que son como mimos contratados por la
Junta. De casi todo se encargan asesores o técnicos, los que ordenan pagos son
los directores generales, y algo tan importante como los expedientes de las ayudas,
o los pagos de éstas, son asuntos que unos subalternos hacen por su cuenta, sin
que el consejero les dé indicaciones ni, por supuesto, se mencione siquiera el
tema en el Consejo de Gobierno. El consejero está ahí para llamar al chófer y
ver pasar los millones por las cuentas de la Consejería como un jubilado que
mira las palomas, sin preguntarse qué vientos las llevan. El “no podía hacer
nada” de Vallejo, el “me entré hace seis meses” de Marín Soler, la ignorancia
de los informes de la Intervención por parte de Antonio Ávila… Y a la vez, sin
embargo, el descaro y la contradicción de hablar de un procedimiento del que,
según Recio, “tenía conocimiento todo el mundo”. Pues no, ni conocimiento ni responsabilidad.
Los consejeros sólo eran botones del edificio, vestidos de domador o cartero.
Herramientas. Antonio Ávila empezó con una especie de historia de la economía
andaluza como desde los fenicios, para luego plantear las modernidades que ellos
trajeron, los páramos de la crisis y las boqueadas de las criaturitas. Todo
parecía indicar que se iba a repetir como sus colegas: hay reglas pero “se las
saltan”, todo era “legal”, IDEA “sólo pagaba”… Pero nos aclaró uno de los
mayores misterios de todo este embrollo. Gracias a él, ya sabemos por qué las
ayudas a empresas se daban a voleo: no había “herramientas de evaluación de
impacto”. Debía de ser por el Windows de entonces, que era muy malo. Haciendo
las cosas con boli Bic, igual te salía que podía necesitar ayuda pública
Santana Motor que el churrero de El Pedroso.
Kafka. Los funcionarios de cierto nivel son siempre kafkianos. Tienen
que serlo. La administración forma una especie de arquitectura dadá en la que
sólo se puede entrar extirpándose la razón convencional. Si basta tener a un
colega opositando a maestro para ver que flotan en otro mundo, imaginen a un
Interventor General. Manuel Gómez creo que agradó a todos porque quiso ser tan
técnicamente escrupuloso que quedó conceptualmente desleído. O sea, que cada
cual pudo entender lo que le convino. Habló de un marco “legal” pero un uso
“inadecuado” de las transferencias; de vulneración de leyes que en realidad
sólo eran “deficiencias debidas a errores e incumplimientos”, y al final
sentenció que “la intervención no ha detectado ningún supuesto fraude o
menoscabo de fondos públicos en la gestión del programa 31-L”. Ahora, para
entenderlo, busquen ustedes el diccionario que usa él. Eso sí, desde luego no
es el diccionario de la jueza Alaya. La verdad, con tanto matiz semántico, uno
se pregunta qué hay que hacer allí para que lo llamen robar. Claro que, tras su
declaración, al menos ya sabemos por qué pagaba IFA-IDEA: para eludir el
control fiscalizador previo de la Intervención, a la que la ley obliga para una
consejería, pero no para ese tipo de sociedades instrumentales. Para
entendernos: si quieres dar dinero público a un amigote y lo sacas de Empleo,
además de ser un robo hay un señor que te pide explicaciones. Si lo haces con
una transferencia a IDEA, no hay problema, las explicaciones te las piden después
muy tarde o no te las piden, y si te pillan, sólo se trata de un “uso inadecuado”
en un “marco legal”. Pero esto es razón convencional y Kafka se aburriría.
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