Los
veraneantes de la política vienen con la mitad de la ropa, con el mapa perdido,
con un solo cazo para todo, con el tiempo dividido entre la prisa y la pereza,
con la propia condición de veraneante o de político derritiéndosele. No me
refiero al político que se va a pescar truchas o a hacerse caracolas en la
barriga ahora en agosto, cuando hasta los presidentes parecen churreros. No me
refiero a Rajoy, que se ha ido al Rocío y parece que ha descubierto allí un Tíbet
con geranios, la espiritualidad de un alma jilguera y unas verdades o emociones
menstruales o ridículas como que “somos personas con alma y sentimientos”. No,
los políticos veranean, aunque sea con el perro de la crisis ladrándoles en la
siesta; se ponen camisa blanca, sudan la sonrisa y alguno incluso visita los
espíritus de anteriores políticos acabados, como fantasmas escoceses, en
palacios de señoritos y marismas en las que el sol se mueve en barcas egipcias.
Pero el veraneante de la política es otra cosa. Es ese político o antipolítico precario
o veloz o porteador o escapista o tormentoso, que aparece de repente con el
estampado, el discurso y la cacharrería de temporada; que apura su tiempo, que
aprovecha las rendijas del fresquito, ése que lleva un hatillo ligero, ése al
que le quedan las horas y las palabras que le descuentan los autobuses, los
horarios y un calendario con las lunas del mes desuñándose. No tiene que ser un
político breve o con caducidad evidente; puede ser alguien que se presenta en su
salud o efervescencia frutal, cuando toca, cuando llama algo en la naturaleza o
en el ventazo o en la oportunidad.
Veraneantes
de la política son ahora Sánchez Gordillo o Diego Cañamero, que se han
inventado un carrito de helados gratis en la época de la sed y los dragones.
Veraneante también me parece Mario Conde, que ha vuelto como si volvieran la
Mirinda o Falconetti. Es verdad que aquí estamos acostumbrados al político y al
partido eternos como un cementerio, y que cualquier cosa que se aleje del
academicismo de la partitocracia nos parece algo zíngaro o bucanero. Pero hay
que tener mucho cuidado con los que llegan con tanta soltura pregonando soluciones
para todas las aflicciones y pestes justo cuando se para la música. Igual que
no hay que dejar de desconfiar de los políticos acomodados que tacharán inevitablemente
cualquier intento reformista de populismo, demagogia o involución. Este tiempo
nos dará sin duda muchos veraneantes, salvadores, buhoneros y pinchadiscos de
la política. Seguramente, al quitarles las palmeras de las camisas, el botijo
de los labios y la arena de los ojos, veremos que nos traen la misma política y
el mismo negocio de siempre en versión de Georgie Dann, o que sólo nos venden
magia sin sombrero, o locuras totalitarias, paraísos herreros y utopías
canasteras. O a lo mejor, si las ideologías y las siglas se van diversificando
y enriqueciendo, encontramos entre la asfixia y la desesperación, tras una
grieta, como una salamandra de agua, algo que nos ayude, aun lateralmente, a
renovar la Democracia. Y no sea una fiebre ni una catástrofe ni una chulería ni
una estafa ni una pesadilla dominguera.
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