Miseria
real y simbólica. Sánchez Gordillo y sus
vendimiadores vengadores siguen yendo de los bancos a las televisiones y entre
medias intentan plantar un huerto en El Corte Inglés. Salen en la tele más que
los del tarot, que tampoco son tan diferentes: barbas que les presta la
Babilonia del porvenir, ropa de pijama de los mesías, soluciones con un
chasquido y un soplido, y grandes coreografías para estafar a los desesperados.
Mientras Sánchez Gordillo hace su Bollywood jornalero, yo empiezo a pensar que
me está pasando con él como con Carmen Lomana. Al principio uno ve un filón, un
símbolo que da para sátiras y enseñanzas, hasta que me doy cuenta de que en
realidad es un personaje llamativo pero de recorrido pequeño, como un pez globo
en un bidé. Carmen Lomana está constreñida a su mandíbula y a su calzado de
porcelana y ya no da para más, sólo para ser ella. Sánchez Gordillo se reduce a
una especie de microeconomía del mendrugo y a unas revoluciones de pocijón que
no llevan a ningún sitio, pero le sirven para ser él. Gordillo no sé si cree de
verdad que todo se puede solucionar asaltando supermercados, subiéndose al
árbol de un marqués, cagándose en El Corte Inglés, dando un azadón a cada uno
(con él repartiendo, claro), o imponiendo, en estos tiempos, la ortodoxia
comunista a patatazos. Pero creo que no importa. Simplemente, él no puede dejar
de hacerlo como Lomana no puede dejar de poner morritos o llevar en el cuello
un collarín mental. Ya no ve uno en estos guerreros del agropop una revolución,
ni un imposible sovietismo de acequia, sino sólo tics: llegan hasta el tendero,
del que hacen un Rockefeller, o hasta el cajero automático, del que hacen una
bestia filistea, y luego salen en las televisiones, entre la basurilla y el
aplausómetro, para sentir que van conquistando un mundo que sólo los mira como
espantajos. Y a pesar de todo, creo que nos han enseñado algo. No que haya
hambre, que ya lo sabíamos y ya dolía sin tirarle a la cabeza a nadie paquetes
de arroz. Ellos, que tanto han hablado de simbolismo, nos han enseñado que aquí
en Andalucía sólo tenemos para elegir entre la miseria simbólica y la real, y
parece que una se limita a soñar la otra.
El
idioma de la pringue. Por ahí el acento andaluz
les debe de parecer como un aliento a amoniaco, como el idioma que hablan entre
sí las palanganas y la pringue, las fregonas y las pelusas. De nuevo han vuelto
las andaluzas con acento acampanado en el cuarto de baño para anunciarnos más
que detergentes o quitagrasas: la vocación de usarlos y la hermandad histórica
de nuestras manos y la emulsión de las grasas. El anuncio incluye una
cenicienta (la mujer andaluza, exageradamente andaluza) y un hada madrina más hiperbórea
(Belinda Washington); incluye un pesar de clase o raza, una especie de mugre
secular incrustada en el alma, y una varita mágica (Cillit Bang); incluye el
descenso de los ángeles limpios y rubios al país de la suciedad y la
impotencia, y la redención de sus habitantes una vez que han usado la pócima.
Si empezamos a ponerles acentos a los segmentos de mercado, espero ver pronto a
qué productos se les dedica el acento gallego o albaceteño o catalán o
madrileño. A ver si para los demás reservan algo más bonito o menos arrastrado
que la vocación o la especialización en quitar pringue rascándola y
sometiéndola en su propio idioma.
Adiós
a una musa. Me dio pena cuando vi que ya no
estaba Roberto Sánchez Benítez. Había sido mi musa, con él me salían las
metáforas como si se me hubiera volcado en la cabeza el carrito de las chuches
que él lleva. Súper Ratón sostenible, Ronald McDonald de las modernidades,
holograma de peluche, robot de azúcar… Lo echaré de menos. Me vi perdido,
huérfano, cuando entre las innovaciones, la calidad de vida y las sostenibilidades
andaluzas, él no aparecía. Bellos montes y paisajes, gente que lleva el ganado,
la astronáutica de los productos lácteos… Ah, no, espera… Que esto no es Tecnópolis. Es Campechanos, ese programa sobre camperos amanecidos. Es que son
casi indistinguibles. En fin, vuelvo a recuperar a mi musa. Qué susto.
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