3 de octubre de 2016

Texto de la presentación de Juanjo Téllez

Texto de la presentación de mi novela "Como llueve en las despedidas" por Juan José Téllez

Cuando leí los primeros capítulos de la novela “Como llueve en las despedidas”, que Luis Miguel Fuentes ha publicado en “Ediciones Pura Tinta”, de la Editorial Seleer, se me vino a la memoria una vieja secuencia de “La mujer del teniente francés”, la película de Karel Reisz que tanto nos conmovió en su tiempo pero que no ha envejecido demasiado bien. Recordaba a una mujer –era Meryl Streep, jovencísimamente pelirroja—en la cima de un espigón, envuelta en una capa y al borde de una tormenta.
Se me antojaba que la actriz, en ese breve anonimato de una capucha que le guarecía el rostro, y en el juego entre el personaje y la persona que le encarnaba, en dos tiempos y dos acciones distintas, podía resumir perfectamente a la dama que aguardaba las cartas escritas por un oficial de Napoleón tras la casual derrota de Bailén, pero al mismo tiempo a Gloria, la mujer de David y a su amante de cabello azul o negro, a la que todavía nadie había puesto el nombre de Ana María.
“Las novias, las mujeres, que van haciendo manojos en el tiempo del hombre. No se divide el tiempo en años o meses, sino en mujeres que incendiaron el calendario e inauguraron sus eras como catástrofes climáticas, como un choque de planetas, como religiones nuevas. La Historia tiene para su orden revoluciones, batallas, convulsiones, y la vida del hombre tiene a las mujeres para ponerle el imperio de un nombre, la numeración a todos los días. La novia, la mujer, un siglo, un reinado”.
El amor y la guerra, la eternidad y el instante, la historia con mayúscula o con minúscula. He ahí los asuntos que trata este largo, reflexivo e intensísimo relato, con el título hermosamente robado a una canción de Joaquín Sabina.
No se trata, en ningún caso, de una novela histórica, porque a Luis Miguel Fuentes –gaditano de Sanlúcar y de 1970, le encoraja ese género, el de la novela galdosiana como la califica injustamente. Según le explicó a la periodista paisana Carmen Torres, abomina a grandes rasgos de un género que, en el fondo, estriba en “coger a un personaje casi como excusa para hablar de movimientos de ejércitos y de arboladuras de barcos”.
“Yo quería hacer otra cosa. Tenía la historia de la carta del capitán francés pero quería reflejar lo eterno de los sentimientos humanos que se daban hace dos siglos y se siguen dando ahora. Y la planteo de otra manera”.
Dos mundos paralelos y un lenguaje común. No es casual. “Como llueve en las despedidas” es un juego de espejos. O de espejismos. A caballo entre la realidad y la ensoñación, los protagonistas de esta narración porfían entre la percepción de lo inmediato y el deseo de otro mundo personal distinto, utopías privadas que, en el fondo, quizá también constituyan una parábola o una metáfora de las utopías colectivas.
Tampoco es una novela pedagógica, donde lo que importen sean los pensamientos, aunque la gran protagonista de sus páginas sea, en rigor, la palabra. Y más específicamente el estilo. Las frases sobre la que sustenta la armazón de lo que narra, guardan la legendaria sencillez de Azorín o el certero bisturí de las greguerías de Gómez de la Serna o los aerolitos de Carlos Edmundo de Ory: “La moto, fiera con fontanería, incendio que rueda, virilidad de la velocidad y del acero”. “El sueño viaja como un remero, el sueño vacía el líquido de la noche, el sueño es una soga que ha caído entre los brazos”. O, mucho más terrible y descarnado: “El cuerpo es un hormiguero de tripas, una torre de gusanos, una podredumbre caliente, una letrina tapada. Lo sé, me lo ha enseñado la guerra. Dentro del cuerpo sólo llevamos almacenada nuestra matanza. Vamos vestidos sobre nuestra carnicería”.
Podría espulgar frases como esta a lo largo de casi doscientas páginas por la que transcurre la peripecia de un puñado de personajes, que no necesitan dialogar. Un profesor universitario, sus dos querencias y la relación epistolar de un soldado decimonónico que vuelve de la muerte y, como antídoto, apela a lo que Pedro Salinas, al que cita Luis Miguel Fuentes en el frontispicio de esta obra, califica como “amor, amor, catástrofe, ¡qué hundimiento del mundo”. La vigencia del romanticismo, de sus ideales y de su actitud, podría ser también su convidado de piedra.
Como cuando distingue entre el amor y el amante: “Dejar al novio, o a la novia, cambiarlo por otro, por otra, eso sólo es repetirse. Pero el amante, la amante, quizá eso es el romanticismo, igual que ir a matarse con pistolas guardadas como violines, igual que ir a perder o a ganar todo en el casino. Verse criminal y desnudo, huir por la noche como si te persiguiera un gobierno extranjero, esconder las pruebas del pecado, dejándolas ver un poco, ese rastro justo para que trabaje un detective que tampoco existe o que es uno mismo jugando solo al ajedrez. No hay afrodisíaco como el secreto. No se busca en el amor otra cosa que el misterio”.
“De la historia del capitán francés y su cautiverio sólo cuento lo que me hace falta para explicar al personaje, para reflejar sentimientos como el miedo o la esperanza. También para mostrar el paralelismo con la otra historia del profesor universitario, que está entre dos amores, y que al encontrar esa carta se siente muy identificado”.
La historia colectiva es tan sólo un telón de fondo que nos remite a lo real, a lo tangible. Lo verdadero, en cambio, no pertenece a ese plano de la vida sino a la intimidad de quien considera que lo que realmente importa es el amor, la búsqueda de la dicha, lo único que puede vencer al arcano: “Sólo la Historia da la inmortalidad –sentencia David o Luis Miguel Fuentes--. Sólo mueren los que no entran en la historia”.
Sin embargo, “Como llueve en las despedidas” constituye, sobre todo, un homenaje al papel, a las ficciones, a las bibliotecas, tan lejos de la de Carlos Ruiz Zafón como las de Manuel Rivas, aunque nadie, ni Luis Miguel Fuentes, sea capaz de prescindir del botín emotivo de la que soñara Jorge Luis Borges. Cruzamos de su mano hacia la librería en donde encontrará la carta perdida del militar que le servirá como un hilo o como un coro griego a la hora de ir trenzando la acción intimista que constituye el nudo gordiano de este texto tan evocador como hermosamente escrito: “Ese agrupar en el libro el alma blanca de la literatura o la Historia, la hermosa carpintería que lo envuelve, el humo de los años que porta, las sombras que lo aprietan, las manos que lo han cuidado como a un viejo animal familiar. Todo eso, lirico fetichismo de que el leer y el custodiar de aroma y tenga sus portones y su cantería, los libros y papeles sosteniendo su silencio, su historia y su belleza como pianos que aguardan. La casa ahuecada de luz y de sigilo, aquel hombre viejo pendiente de oír crujir a los volúmenes. Los bibliófilos, los coleccionistas, son unos hombres y mujeres que miran respirar a los libros y tienen alrededor de ellos unas conversaciones gregorianas, absortas y mágicas, igual que constructores de basílicas. En las estanterías, dócilmente crucificados, o encima de los muebles como septiembres sin vendimiar, los libros, los legajos, como globos terráqueos o cartas astrales, a los que se les sale un unicornio o un esqueleto o un arlequín, salpicados de piedra y de oros, libros y papeles de todos los siglos, cartujos, con pesantez y con alas, con miradas de colores, libros como ventanas que levitan. Aquel hombre viejo y su vida sobre los libros, dedicado a su rezo, a su arquitectura, a su jardinería, a su historia, a su delicada enfermería que es como curar mariposas muy antiguas, su estudio que va del tecnicismo a la melancolía, de la química a la ternura, como si descifrara la misma mecánica del amor”.
“Y aquella carta, aquel hombre le enseñó una carta, pequeña joya plegada, un ala amarilla entre los tomos, una cuartilla suelta, como descosida. Cuando salió de la casa, la carta le palpitaba en el bolsillo como una víscera. Recordaba que luego caminó perdido esquivando los empellones del mar, que le pareció que venía silbándose algo, algo que le sonó a canción de soldado muerto y enamorado”.
Llama la atención, sin duda, la carencia de diálogos, que no ralentiza sin embargo la acción sino que a veces incluso la acelera porque hereda en gran medida algunas herramientas del lenguaje audiovisual que tanto ha marcado a su generación y a la mía: “Cuando empecé a escribir la novela me di cuenta de que no me hacían falta diálogos para transmitir lo que quería: sensaciones, emociones y situaciones casi fotográficas, visuales”, ha afirmado Fuentes.
A caballo entre las voces y los ecos, no cabe duda que Luis Miguel Fuentes ha depurado su estilo hasta conquistarlo. Hace tiempo, en una breve refriega periodística, le afeé su devoción por Francisco Umbral. No es mal maestro, desde luego, salvo que condicione en demasía la construcción de nuestro propio léxico. Aquí y ahora, en cambio, Umbral es una simple sombra que quizá nos transporte, como él reconoce, a “Mortal y Rosa”, un título que Luis Miguel Fuentes califica como “un gran poema lírico que no tiene estructura, tramas, personajes, desarrollo ni conclusión”. No es este el caso, porque alguien afirmó con razón que cada novela es un artefacto que debe cumplir con una serie de reglas y a la de Fuentes no le falta ningún perejil. Esto es, hay estructura, tramas, personajes, desarrollo y conclusión. Los paisajes, desde Cádiz a Cabrera, diluidos, como los edificios y las imágenes a menudo poéticas que el autor nos va regalando a cada paso.
Es, desde luego, la novela de un lector que seguramente ha paseado tanto por Julio Cortázar o por Pierre Louys, por Adolfo Bioy Casares y por Marco Denevi. Pero también por Javier Marías o, me atrevería de intuir, Rafael Chirbes. Todo ello, bien digerido. Como si advirtiéramos al ver a un ser humano todo el pedigrí de su alimentación, toda la memoria de su vida, todos los rasguños que el resto del mundo imprimió sobre su piel. Eduardo Mendicutti, en una reciente presentación de “Como llueve en las despedidas” apreciaba también en esta obra otras dos referencias magistrales, la de William Styron –“La decisión de Sophie” quizá sea su título más conocido-- y la de John Banville –“La carta de Newton, un intermedio”--, el escritor irlandés a quien también se conoce bajo el seudónimo de Benjamin Black, en su serie negra.
No pierdan el tiempo: pueden apreciar distintos acentos, pero sólo hay un habla, la de Luis Miguel Fuentes, enfrentado a sus propios fantasmas, como confirma desde la página de respeto de su novela, que dedica a sus padres pero también “a todas las mujeres a las que quise o no, que me quisieron o no”.
¿Novela autobiográfica? ¿Cuál no lo es? El poeta es un fingidor, afirmaba Fernando Pessoa, cuyo “Libro del desasosiego” es otro de los puntales confesos de Luis Miguel Fuentes. Pero es, sin duda, una novela literaria, lo que debería ser una redundancia pero que en los tiempos que corren se convierte, en cambio, en un obstáculo para su adecuada difusión: “No ha sido fácil publicarla –asegura--. Las editoriales me decían que era demasiado literaria”.
"Parte de la crisis cultural que estamos viviendo se puede ver en cómo la literatura está negando la propia literatura", denuncia. Y tiene razón.
Lleva muchos años denunciando o subrayando la realidad con su rotulador personal, intransferible, subjetivo. Técnico en informática, se arrimó al periodismo a partir de la buena escuela del periodismo local y de una revista virtual que fue legendaria, “La bahía del mamoneo”, que tanto éxito tuvo en Cádiz durante la década de los 90. Columnista de El Mundo de Andalucía desde 2000 hasta el cierre de la edición regional del periódico en junio de 2016, con su novela logró ser finalista del Premio Azorín de Novela 2009. Por otro lado, su trabajo periodístico abarca la columna de opinión, la crónica parlamentaria, el retrato de actualidad, la crítica televisiva, las redes sociales, la crónica política (congresos, campañas electorales…) y el reportaje literario.
Además de quedar finalista en el Azorín y del NH de Relatos, en su haber tiene el Premio Nacional de Periodismo de la Asociación Española de la Carretera (Madrid, 2003), el Premio Eduardo Mendicutti de artículos periodísticos (Sanlúcar de Barrameda, 2001), el Premio José Morillo León de periodismo (El Puerto de Santa María, 2000) y el Premio José María Martín de periodismo (San Fernando, 1999). “Como llueve en las despedidas” resulta, en cambio, su primera novela. Les garantizo que no será la última. Luis Miguel Fuentes ha probado esa rara sensación que estriba en dar la vida o quitarla, un atractivo oficio de dioses al que la miopía contemporánea ha bautizado con el humilde nombre de novelista. Sólo él sabe, como David, el protagonista de este texto, que al cerrar un libro apreciamos que tiene “algo de caja de huesos, de frigorífico para la muerte, de cobertizo para esqueletos”.
Juan José Téllez