
La Navidad, todos los mitos del frío, las ruedas del universo que se levantan, los dioses que balan, la naturaleza con rayos prendidos en el pelo. Que no se inquiete la ortodoxia creyente, que la Navidad sigue siendo pura. En la luz que pone sombreros a la ciudad (la luz, eso es lo que pedimos en esta época), en los árboles donde ahora se cuelga en plástico la esperanza de la fruta, de la vida que traerá el sol cuando vuelva de su cueva, hay una simbología más auténtica que en los villancicos donde las burras llevan remiendos y los peces se emborrachan como mosqueteros. Si consumimos, si nos hartamos de galletas y ofrecemos regalos, es para celebrar que la naturaleza no se para y que volverá la abundancia, que estamos llamando a la abundancia igual que a esa luz. Hasta las cajeras pasando dulces por sus manos tienen más sentido estos días que los nidos de ratones que roen calzoncillos. Sí, la ciudad está llena de mitos, los más auténticos y los más impostores. Rojos encendidos en el frío, campanillas que parecen dátiles, fiesta patinadora en las calles, muérdago sobre los besos como sobre cerezas, lazos en el cielo anisado, luz y más luz en sus bomboneras. La Navidad más verdadera es la Navidad pagana. La teología es un harapo añadido a sus rituales y un niño desnudo no iguala al sol en su ponchera. Me gusta la Navidad, soy un pagano. Cumplo con la tradición, enciendo velas, adorno con plata la eclíptica, quiero la bicicleta del sol y hasta escribo como cada año este artículo, el de la Navidad, que es el de siempre. La Navidad no está raptada, no se ha podrido su esencia, como dicen, porque esa esencia está en el ritmo de las constelaciones, de nuestras colmenas y de nuestro cuerpo que odia las bufandas, y no tanto en el de la mecedora de una Madonna. En todo caso, feliz Navidad, a los paganos y a los otros. Lo llamemos como lo llamemos, todos compartimos ese mismo deseo de luz, que sigue mereciendo rezo o simplemente esperanza.