
Pero no era de esto de lo que yo quería hablar, que se me va la olla, sino de la ciencia, bastante más olvidada que la religión. La intelectualidad y la cultura han despreciado siempre a la ciencia, que les parece cosa de simples operarios y fontaneros, no sé si por complejo de inferioridad. De la persona culta, ese prototipo de cena y cóctel, se espera que hable, un poner, de Camus, Goethe, Lucien Freud, Bruckner, Spinoza, la Europa carolingia o el Primer Triunvirato. Pero no de la Teoría M, la Relatividad, el plegamiento de proteínas, los microprocesadores RISC, los teoremas de Gauss o las Leyes de Maxwell. Es que entonces ya no sería culto, sino simplemente friki. A la física, a la química, a la matemática, a las ingenierías, no se las cuenta entre lo que llaman Humanidades, como si la curiosidad por saber cómo funcionan las cosas y además echarlas a andar no constituyeran una necesidad y un anhelo fundamentales en el hombre. La ciencia es, simplemente, la mejor manera de explicar la realidad a la que hemos llegado en cada punto concreto de nuestra historia. Se autoevalúa y se autocorrige como parte de su propio método, y quizá es lo que la hace despreciable para muchos. En un mundo donde las verdades fanáticas, las ideologías interesadas y los negocios del alma se intentan imponer con trampa, fuerza, muchedumbre o propaganda, este método de observar, pensar, proponer y evaluar sin prejuicios explicaciones para lo existente es un gran enemigo. Sólo interesa si después de sus ecuaciones sale un cacharro o una medicina, o incluso un voto, y aun así el científico es colocado en la escalinata de la cultura en un estatus inferior al de un poeta o un bailarín. Con este desprecio, no es de extrañar el analfabetismo científico de la sociedad, que además nuestro fracasado sistema educativo agiganta hasta el desastre.
Ahora empieza la Semana de la Ciencia, que en Andalucía, con intenciones políticas, van a dedicar a la “biodiversidad”, muy en el tono del discurso verderón de Zapatero y Griñán. La usarán para el autobombo y nos recordarán los linces de Doñana, las nubecillas sostenibles y las células madre en pañales, mientras los investigadores son mileuristas y nuestra ciencia real se asfixia en la precariedad cuando no en la indigencia. Se va el Papa, traído y llevado por sus ángeles inventados, y empieza la Semana de la Ciencia, que parece que lo ha espantado con su azufre. Y yo no sé si deja más agonía ese catolicismo de picnic, que sólo sabe explicarse con torreones y pérgolas, o esa artificial celebración de una ciencia desahuciada por la triunfante estupidez general y el criminal olvido de los poderes públicos.