
Madrid se come a los curas y a las meninas, a las artillerías y a los paletos, a los tratantes y a los políticos de la provincia. Chaves tiene el síndrome de Atocha, que es el de no soltar la maleta, el de oler a gasolina y a churro y a viaje de soldado, el de tocar una dirección en el bolsillo, el de confundir los tamaños del mundo, el de escribir a la madre al pueblo. La Carrera de San Jerónimo, llena de tiros, desfiles y decapitados en las tribunas como en sus camas de caoba, no es el Hospital de las Cinco Llagas, mausoleo del sociatismo andaluz, plaza heredada, mueble con apellido. A Chaves, que ya estuvo en el Congreso en otro tiempo o realidad, se le olvidó eso como se olvida siempre al llegar a Madrid el precio del billete de metro. En Madrid no asustan sus modos de dueño, sus tretas de ganadero, sus pisadas por la casa. En Madrid, donde el pueblo se piensa cada mañana si despide a las monarquías o funda una resistencia, donde defenestraron a Borbones, validos, afrancesados y corazones de Jesús; en Madrid, lugar de todas las guerras y museos, Chaves sólo es otro que ha llegado a Atocha con el papelón de su pueblo, un número de teléfono y un recado. Da pena verlo en el Congreso como si no hubiera salido de su gallera, con el idioma que usaba para sus mozos y reyertas, herido como el cateto herido, aún patéticamente augusto ante esa conmiseración con la que suele mirar la capital el chorreo de Atocha que viene a comerse el mundo o a morir disuelto entre miles de otros curritos, genios, mimos o secretarias. Se le queda el acento, la furia, el agravio y el tamaño de donde viene, se le queda la melancolía como se les queda eso en los ojos a los que llegan a Atocha, donde todos los relojes se ponen en hora y hay que empezar la vida cogiendo un taxi.