El Betis medio caído por su ciudad con su gloria y sus altares, como una procesión coja; el Betis usurpado o acaudillado, el Betis hundido en su río de folclóricas, el Betis comido por los cangrejos de su morería, por los piojos de sus santos. El Betis, lo han matado o humillado o salvado de nuevo igual que tantas veces. La afición del Betis ha salido a la calle como paseando sus viejos colchones blanquiverdes, setenta mil personas o más, con colores de servilleta y pasión de niños. Quizá no se dan cuenta de que el aciago Lopera fue posible por esa misma pasión, esa infantilidad, esa santería. Volverá a llegar otro salvador y será otra madre que zurcía y ponía veriscró, otro capitancillo del recreo, otro curita arremangado, y aplaudirán los que ahora piden venganza. Sale la gente a defender su sentimentalidad y sus calcomanías, pero veo que los andaluces sólo llenan la calle por mitologías y nanas, y eso no me da esperanza sino tristeza. Ni la pobreza, ni el paro, ni la incultura; nada de eso nos llama a la movilización, sino sólo si una Virgen se cambia de collar o unos gladiadores se descosen los calzones. Andalucía ha gritado qué es lo que le importa, y es tener el domingo salvaje de los niños y el heroísmo con hambre de las plazoletas. Ea, mi niño, ea, suena la nana del Betis para chiquillos mal dormidos, enfurruñados de estar sin patio, con sus juguetes por universo y el mañana de la siguiente merienda. Quieren la felicidad de los balonazos entre pájaros, como esa felicidad simple y barata que nos daban de chicos los gusanos de seda. No piden más. Y creo que no merecen más.
23 de junio de 2009
Los días persiguiéndose: Nana del Betis (18/06/2009)
Yo fui una vez del Betis, o algo así recuerdo de noches de Estudio Estadio quizá tras Curro Jiménez, de esos cromos de Gordillo con sus tobillos atacados por cocodrilos, de esa Copa del Rey del 77 que a mí me parecía que habían ganado en los cropanes. Yo tenía una equipación completa del Betis, puede que falsa, de la que me sorprendían la longitud de las medias y la profesionalidad que éstas me regalaban, más incluso que el balón, mi primer balón de reglamento, también blanco y verde, que era duro y lujoso como un balón de hueso tallado y que en las tapias sonaba a campanazo y en los muslos a fusta. Yo era del Betis en mis querellas con las macetas y los gatos, con goles marcados a sábanas y gallinas, con postillas en las rodillas y una caterva de chiquillos que tiraban las carteras sobre trencas, escalones, puntillas y avisperos. Yo era del Betis no sé por qué, quizá porque esos colores me olían como a planchado en mi casa y a dulce en mi colegio. Pero también, cosas de la infancia, fui del Comando G y de los Nuevos Vengadores y de los hombres de Harrelson. Ninguno de aquellos febriles amores militantes sobrevivió luego demasiado. Fui tirando más al baloncesto y sólo volví a recaer en el fútbol más tarde, con el comienzo de la quinta del Buitre, haciéndome un poco de aquel Real Madrid milagroso y orquestal, pero entonces ya nada podía ser tan apasionado, ni tan mío. Yo fui del Betis igual que fui a veces Sandokán con una caña, pero ser Sandokán ya no me es posible. Creo que para mucha otra gente sí es posible y veo a adultos con su equipo como si éste fuera aquel Comando G mío, o más bien como si ellos mismos pudieran volver a ser ese Comando G. El fútbol es una infancia que no entiendo ya en curritos, quiosqueros, industriales, abuelas o novietas. Al menos este fútbol con el alma madrera, el corazón en escudo, el barrio catedralizado y el chocolate en domingo.
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