
No sé qué se supone que debería ser ese Consejo Audiovisual de Andalucía, convento de peritos televisivos, geómetras de la caja tonta o brahmanes de las videotecas. Pero sé que ha sido un empeño del poder en el que han colocado esbirros y guardianes que tienen el hambre de los criados. Una cena de Lubitsch o quizá aquella otra de los mendigos de Buñuel en Viridiana, eso es lo que nos traen estos rebañadores de gran gañote y vientres sucesivos preparados para las papillas de sus dueños, los sapos de su vergüenza y el lujo de las cáscaras. Un oficio que se presenta con cisnes asados, almirantazgo de crustáceos, bandejas como carrozas, camareros como porteadores, cascadas de vino, timbales hechos de jabalíes, todo libidinoso e impúdico como mamadas bajo el mantel. Tranquilos, que paga el pueblo para que se trabajen el buche de acuerdo con la dignidad del cargo. Las mariscadas “inherentes” son la bandera de esta democracia de dedos amorcillados y boca sedosa de pringue. La gran teta pública los alimenta en camadas, los acuna en su flato, los baña en copas de balón, los condecora de lamparones y aún defienden el derecho a que así sea, pues se lo merecen por arrimarse a los que un día lo ganaron todo y se convirtieron en amos, que no en gobernantes. Pidamos luego independencia, rigor, integridad, trabajo, vocación de servicio, a aquéllos a los que el poder ha puesto triclinios en los restaurantes de lujo para que el presupuesto público los corone de solemnidad y les apacigüe sus voraces estómagos agradecidos. Qué menos, pensarán, tendría que devolverles el pueblo, a ellos, los que se desviven por su bienestar, ellos sobre los que recae tanta responsabilidad, ellos los de la “alianza estratégica” con los andaluces. Sí, ponerse tibios a nuestra salud, con nuestro dinero, qué menos que eso para el indispensable Consejo Audiovisual, sustento de nuestra libertad. Poco me parece para la dignidad de su ministerio. Creo que deberíamos nombrarlos, en una gran ceremonia chavesiana, príncipes de las ostras.