Estábamos todos pendientes de la herrumbre del dinero cuando hemos vuelto la vista hacia el oro de las cabezas coronadas, a las que despeinan directamente las águilas y los ángeles. Más nos deberían asustar las palabras de Griñán que lo que susurran las porcelanas en palacio, especie de diálogo de los tapices antiguos con los espejos que los escoltan, en su idioma de velones y visillos. Pero en este país no hay nada como sacar a un cura o a un rey de piñata para que se olviden los problemas del pan duro y el frío de los huesos. A mí, que soy republicano por ética y por estética, que vuelva a airearse el debate entre monarquía y república simplemente por estas declaraciones me parece un despropósito y un despiste. Yo tendría los mismos argumentos contra la monarquía si la Reina fuera progre o hippie o incluso hubiera desfilado en Chueca. La monarquía representa la institucionalización de la desigualdad y un simbolismo que nos habla de un Estado aún patrocinado por castas o dioses, y ante esto ya de por sí grave, es innecesario considerar la ideología, la moral o el tipito de los reinantes. Hace poco asistí a una conferencia de Julio Anguita sobre su ideal de república que fue toda una lección de sensatez. Arremetió contra el fetichismo de cierta izquierda entoallada en la tricolor y contra la nostalgia enfermiza de un pasado que no había que añorar ni intentar repetir. La república que buscaba Anguita no consistía sólo en quitar a un rey para poner a un presidente, ni tampoco en volver ahora a 1931, que sería una locura. Era un concepto de lo público sustentado en la igualdad, la civilidad, la laicidad, la responsabilidad, el trabajo, la educación, la honradez, la austeridad. Yo entraría en un debate entre monarquía y república si se pusieran por delante estos conceptos, pero no porque la Reina salga en pantuflas hablando de sus particulares repeluses morales. La polémica sirve para distraer de la crisis, pero nada más. La Reina es un mantillón y la Corona, un cuadro. No es el mejor para España, creo yo, y así lo criticaré cuando esté representando al Estado. Pero no cuando, fuera de ese cuadro, alguno de sus miembros tenga una mañana de confesionario o de pelos tiesos.
6 de noviembre de 2008
Los días persiguiéndose: Cuadro real (6/11/2008)
La Reina es un mantillón. Los reyes tienen el oficio de sus ropajes. La última vez que me crucé de lejos con la realeza, una infanta había atascado el tráfico de Sevilla con peinetas y guardias civiles vestidos de cromo. Hay quien piensa que la Corona no debe salir de sus cuadros, pero de hecho, esos cuadros los pone la misma Constitución. El resto de lo que hagan o de lo que vayan diciendo por las galerías, las alcobas, los conciertos con toda una orquesta como camareros, me trae sin cuidado, la verdad. Doña Sofía tiene 70 años, es reina y es católica (conversa). ¿A quién puede sorprenderle lo que ha dicho? Los reyes se ponen pijama, montan en moto y hasta tienen, faltaría más, opiniones propias. A la Corona hay que vigilarla cuando está dentro del cuadro, o sea, cuando representa al Estado. Ahí sí nos puede preocupar que la familia real se arrodille ante los obispazos y las vírgenes folclóricas en actos oficiales, porque nos arrodillan a todos; o que el Rey borbonee con más o menos ferocidad por las cumbres internacionales, porque parece que España necesita sus guantazos de padre. Sus opiniones privadas no me interesan, porque lo contrario significaría participar de esa superstición que les adjudica tutela sobre el pueblo y los eleva del protocolo y el ballet a ser modelo o referencia preeminente de actitudes, creencias y criterios. Como no comulgo con esa religión monárquica, le doy la misma importancia a lo que piense Doña Sofía que a lo que piense mi tía abuela.
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