
Ahora que los hijos de aquellos esclavos nacidos entre cañas y de aquella turba de la Isla de Ellis han llegado a sentarse en la falda de Washington y de Lincoln, esperamos del Imperio la gran política, no el orden del día de Las Siete Hermanas; la antorcha de la Democracia, no la doctrina Monroe ni la política exterior de Franklin D. Roosevelt. Lo espera el mundo entero, no sé sin con demasiada algarabía o ingenuidad. Esa hora de “levantarse y sacudirnos el polvo”, a la que se refirió Obama, deseamos que signifique la resurrección de Norteamérica tras la segregación, la caza de brujas, la política de guerra fría, las dictaduras que ellos impusieron, Guantánamo e Irak. Esa orgullosa apelación a sus principios fundacionales, que han sido tantas veces sólo teatro para escolares con sombrerito alto; ese frontispicio suyo de una Democracia de hombres “iguales y libres”, necesitamos que sirva de guía en estos tiempos de odio, guerra y frío. Había el martes en Washington cúpulas como campanas, temblor de pájaros en los ojos del pueblo, esperanza falsa o no, pero esperanza; y era hermoso por ser tan diferente a lo que escuchamos aquí, era hermoso porque necesitaríamos que fuera cierto. Esfuerzo, voluntad, trabajo, honradez, responsabilidad, conciliación... Acostumbrados a la política mezquina, mediocre, interesada, propagandista, dormilona, de garrote y cuchara, que tenemos aquí, sobre todo en esta Andalucía desgarrada, el discurso de Obama era música de otro mundo. No, no es como Zapatero entre los velos de su sonrisa, buenismo de aguamiel y laissez faire, sino el ceño fruncido de la voluntad y la determinación. Sí, son el Imperio, y puede que por primera vez esa palabra no les insulte. Son el Imperio porque el otro día nos dijeron que su patria es el Derecho y la Libertad, y eso no puede quedarse sólo en su casa. El martes tuvo el color cielo de la Historia. Ojalá las grandes palabras no vuelvan a tendernos trampas, ojalá no se conviertan tantas mayúsculas en horcas, ni este Imperio en otra ruina.