
Me cuentan que el otro día, en esas madrugadas de la radio en las que se rozan las almohadas y los pañuelos, una mujer sevillana denunció del acoso que había sufrido en una mesa “pro vida”. Cuando la mujer les dijo que no estaba segura y que se iba a pensar firmar o no, la llamaron por detrás, le recriminaron rudamente su actitud y le mostraron el sangriento catálogo que tenían preparado con fetos desmembrados y almas descuajadas. La mujer quedó tan horrorizada que, entonces sí, decidió no firmar. Vean cómo el fanatismo y la imposición de una opinión pueden bastar para tomar partido en contra. Yo, por mojarme en la polémica, diré que pienso que la moral se aplica a los seres sensibles, no a los líquidos santificados; que hasta Santo Tomás diría que el embrión sólo tiene “alma vegetativa”, que con la moral católica la superpoblación, la hambruna y la enfermedad traerían su infierno a la tierra; que no es un debate científico sino ético y que, siendo por tanto discutible moralmente qué se considera persona o no-persona antes de esa frontera del “sentir”, nadie tiene derecho a imponer a los demás su particular concepto del comienzo de la vida humana. Pongo por encima de los derechos de las almas inventadas de las células el sufrimiento real, sintiente, innegablemente humano; rechazo que la mujer deba ser una esclava de los embarazos “que Dios le mande”, nunca vería justo que una mujer o un médico fueran encarcelados por practicar el aborto y, en fin, creo que en tan delicada y penosa situación, cada cual debe apelar a su conciencia para decidir. Por ello, una ley de plazos me parece lo más razonable. Ya con lo de las niñas de 16 años, albergo mis dudas, aunque no sé hasta qué punto los padres tendrían derecho a obligar a esa hija a seguir con un embarazo no deseado. Ésta es mi opinión. Otra cosa es que el Gobierno haga humo, caja y distracción con el asunto. Que la calle se llene ahora de puritanos dando “con la tea de churruscar Sodoma” (Javier Crahe dixit) es de lo mejor que les podía pasar.
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