El nacionalismo siempre está entre la sentimentalidad y la pela, o una cosa le sirve para llamar a la otra. La patria y la identidad son sólo constructos levantados y alimentados por grupos interesados en que se les identifique con ellos, y así conseguir legitimidad para el poder, para el control, para el dominio. Vean el uso que se hace de términos como “anticatalán”, incluso por el PSOE, durante este chanchullo de la financiación autonómica. Esta palabra es en sí un desvarío, una perversión. Ni el Estado, ni los pueblos (se conciban como se conciban), ni los lugares tienen por ellos mismos ideología, doctrina, opinión, sentimientos; no al menos en una democracia con un Estado de Derecho sano. No, cada ciudadano tendrá los suyos y el ámbito de lo público debe salvaguardar los derechos de todos bajo el imperio de la Ley. ¿Cómo se puede ser, pues, “anticatalán”? Tendría el mismo sentido que ser “antiatlántico”. Sólo si una élite o incluso una mayoría (da igual) ya ha definido lo “catalán”, si ha decidido que su ideología, opiniones y sentimientos son los propios, los correctos, los que deben ser universales para toda la comunidad, cobra sentido lo de “anticatalán”. Pero eso es totalitarismo. “Antialemanes” decían otros, recuerden. Ciudadanos o partidos buenos y correctos y catalanistas, o malos, traidores y anticatalanes, dependiendo de si acatan o no esa inmoralidad democrática. Y la casta nacionalista, decisora y dueña.
De la sentimentalidad a la pela, al poder. Estas ficciones sirven para su saca, y no más. A veces pienso qué ocurriría si en Andalucía tuviéramos un nacionalismo como el catalán o el vasco. Quizá hubiéramos ganado la altivez de ser egoístas en vez de pedigüeños, de exigir “lo nuestro” en vez de apelar a la “solidaridad”. Pero enseguida concluyo que ningún beneficio compensaría de esa locura política, cultural y moral que es el nacionalismo pueblerino y filofascista.
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