Majos de barbería, bandoleros con quesos, molineras de boda, niñas con cabritillo, corrales edénicos, lunas de romanza, pastoras con lazo, labriegos como barítonos haciendo de labriegos. Canal Sur no ha montado un intento de documental ni de reality show, sino una antología equivocada de lo andaluz como si la hubiera hecho un francés mezclando sin medida ni rigor la zarzuela con la cuchillería, los fandangos con las rebanadas, el locus amoenus con varios museos del traje, el sueño de una noche de verano con las norias de agua. Dentro de las postales, barcarolas, jardinerías de patio y cantarerías de lo andaluz en que se empeña esta cadena pública llena de rosetones del folclore e intrahistoria bucólico-analfabeta, un reality en un cortijo representa el colmo no sólo de esa especie de belenismo de lo de aquí en el que tanto se gustan, sino, lo que es más grave, de la trivialización, el dominguerismo, el caramelizado, el travestismo, el espantajo, la burla, el esportismo, la balletización de una de nuestras realidades más dolorosas. Este cortijo de 1907 les queda como una piñata hecha con el abuelo pobre, muerto y esponjado.
El cortijo es la catedral de nuestra miseria histórica, el nicho de paja de nuestros padres desfondados, la metáfora de toda Andalucía arrojada a un pozo de agua y cal. En el cortijo se fundamentan nuestra herencia de hambre, ese hambre del palo de la cuchara, nuestra incultura impuesta por el peso de las botas y mantenida aún como gracia, la diferente estatura de las clases que todavía se ven en la sombrerería de sus apellidos y yeguadas; en el cortijo se fundamentan el sabor a tierra de nuestra boca, la querencia a las manos negras y hasta el que el hierro de la industria nos resulte extraño como a hechiceros amazónicos, ese sabor a agua rara que todavía nos trae la máquina, la fábrica, la modernidad. El cortijo, establo humano, colchón de huesos del pobre condenado a la pobreza como a una postura, una pobreza que es un perro que olisquea en los lebrillos, que es todo un pueblo de espantapájaros con hoces, doblados por el viento y la patada.
A los andaluces habría que contarles lo que tenía el cortijo de baronía, de vasallaje, de baldamiento, de mocos, de horca, de chinches, de chiquillos como recuas, de frío por los pies, de eternidad sin salvación. Pero le ponen florecillas. El logo del concurso es una casa con florecillas que llueven igual que nieva en esas bolas de juguete con una ciudad dentro. Una casita entre flores como si viviera allí la familia Ingalls, en aquella santidad de pan en la que habitaban ellos como dentro de una fábrica de obleas. Florecillas y mariposas blancas que vuelan sobre el dibujo del cortijo como sobre una casa japonesa toda suavidad y papiroflexia, como sobre la publicidad de un ambientador o de un papel higiénico. Una colina de columpios, un trabajo de guirnaldas, un borriquillo que toma el sol, así son los cortijos sin novecentismo de Canal Sur. Todos los andaluces vivían antes en hoteles rurales, con la salud de las rebanadas gruesas y la alegría de los animales flautistas. La Edad de Oro con todo el sol del mundo aventado. Un azadonazo en el pecho hubiera dolido menos en nuestra dignidad.
Un viaje en el tiempo, así lo planteaban en el primer especial de domingo del programa. Pero Rocío Madrid y Fernando Ramos, vestidos más de violetera que de cortijeros, parecían guiris que llegaran a España con traje de luces. Un viaje en el tiempo que era más a un parque de atracciones con tema jornalero, una viaje en el tiempo como esas fiestas medievales donde no hay peste ni hambre, sino cerveza y parrilladas. Era el pasado pero imaginado por el animador de un crucero o un director de varietés, como el teatro imagina a los magos chinos vestidos de Fu Manchú. Así imaginaban ellos el mundo del cortijo, curioso y exótico como un mueso de la daguerrotipia o de máscaras tribales, ingenuo como las primeras escenas picantes del cine mudo, algo entre un safari de gallinas, un baile con cintas y la fiesta de una matanza. Saltaban del sepia al plató como desde esos cuadros con ciervos de los salones, venían como por el tobogán de su banalidad y traían la excitación niña de haber montado en pony o de que iban a montar, pues todo aquello del cortijo no podía ser sino caballitos para los chiquillos y rondallas para los mayores. Eso sí, Rocío Madrid decía que podían haberla mandado “a un sitio con más glamur”.
No ayudan los presentadores a que el programa de marras tenga un mínimo de decencia. Rocío Madrid, que pasó de entrevistar a los triunfitos a sonreír con las tetas en Crónicas Marcianas, es la estanquera de su tipito sin más sustancia que sus meneos. Fernando Ramos también viene de los bajos de la noche de Sardá y se ha revolcado por todo el pellejeo del corazón, con cuya pringue se abrillanta aún la melena. Y Rafael Cremades, qué decir de este hombre siempre rodeado de bollos del pueblo, de glorias de churreros, rebozado en una arcilla de harina, presentador de galas de saldo, de debates para memos, de mañanas palanganeras. Quiso explicarnos cómo era la Andalucía de 1907 y nos puso imágenes de gente bailando sevillanas, del comienzo del fútbol, de señoritos bebiendo vino, de damas en la playa. “Lo pasaban bien, aquéllos que tenían dinero, y otros tenían que buscarse la vida como jornaleros y tal”, contaba. “Buscarse la vida como jornaleros y tal...”, como si fueran hippies que venden collares o poetas bohemios o rebeldes de motocicleta. ¿Cómo se puede cometer la salvajada de decir semejante cosa de los que estaban atados a su pobreza sin remedio? Todo el asunto del cortijo les da a ellos para muchas gracietas, sobre todo a Fernando Ramos, que a veces parece Chiquito de la Calzada preparado para un sábado de discoteca. Pero hasta las gracias las paran con otras gracias: “Te has pasado dos cortijos”, decía Cremades.
Con semejante caterva, pues, este cortijo de Famobil va a su ritmo de zapatería entre incongruencias, embellecimientos o afrentas. No se puede aspirar a una seriedad documental (porque van de eso, de documental) sin más que colgar cuatro aperos y cuatro manojos en las paredes. Aquello no son las gañanías que realmente eran y las familias del programa parece que van a una feria o que son un coro de joteros. No ya en 1907, sino bien mediado el siglo, la gente de los cortijos vestía zurcidos sobre remiendos y harapos sobre harapos. En los primeros programas tienen que hacerse un colchón de lana, pero ¿quién los tenía? No, eran una tela de saco casi transparente rellena con paja de cebada, si se podía, y si no de trigo, aunque fuera más dura. Y a los temporeros que llegaban, les bastaba una estera donde hacían nido los bichos. Por la noche se tenían que atar con cuerdas los puños de las camisas y los perniles de los pantalones, para que no les comieran las pulgas. Ropa que se iba destrozando con el grano, aquella tela marinera que picaba, los mismos pantalones y chaquetitas para verano e invierno. Eso, y la suciedad endurecida, un poco de agua de un cántaro por el cuello y de vez en cuando medio lavarse en un lebrillo; y los chiquillos sin escuela o con la escuela del borrico, con su sabiduría de abuelo callado; y el trabajo de sol a sol, tan duro que al lucero del alba lo llamaban el matagañanes. Así era, hasta hace muy poco. No, no había mucho tiempo para organizar piñatas, como hemos visto en el programa, ni para excursiones a un lago como damas de Renoir, que también las han hecho (cantaban en el camino, qué ironía, “vamos a contar mentiras”). Y tampoco la comida era la de un mesón, la mesa llena de platos de barro con buen queso y patatas y carne y verduras que les ponen a los concursante. No, en el cortijo lo que había eran ollas de garbanzos, no más que garbanzos, pan, aceite y agua, y si había suerte algún higo.
Y claro, siempre, el temor del señorito. El señorito o su capataz o su arreador, que un día se enfadaba y arrojaba el sombrero al suelo y allí iba el pobre trabajador a recogerlo y a sacudirlo y a pedirle perdón otra vez sin levantar la mirada, antes de que lo volviera a tirar y él a repetir la ceremonia de la humillación. Hasta un actor haciendo de capataz han tenido la desfachatez de meter en el programa. Vino un día con gran anchura de huevos, poniendo muy bien cara de desprecio, a pedir cuentas por unas ovejas escapadas. Los concursantes le llamaban de don y se quitaban la gorra ante él. El pasado recobró su tamaño de injusticia y fue cuando la repugnancia de este espectáculo me sobrepasó.
Voten ustedes ahora por SMS, si tienen estómago, qué familia les gusta más. La familia que tiene asignadas las florecillas rojas o la otra que tiene asignadas las florecillas verdes. Vean que sacan la guitarra y bailan por sevillanas, que duermen cachorros, que hacen repostería, que celebran fiestas y ríen a la sombra chiquillos de picnic, labriegos como toreritos, señoras como felices posaderas. Qué tremendo insulto a la memoria. Hasta el nombre del programa suena a aniversario obsceno. De 1907 a 2007... Se diría que celebran un centenario de toda Andalucía como cortijo. Con lo que se ha sufrido aquí en un cortijo, con el llanto y la miseria y la vejación que nos han dejado los cortijos... Pero juguemos a las cortijadas, que tanto le siguen pegando a esta Andalucía que aún rebosa de señoritos y de sus reidores. Juguemos, a ver si es posible sin que se nos caiga la cara de vergüenza. En Canal Sur lo han conseguido.
5 comentarios:
Es uno de los mejores artículos que han salido de su pluma. Ha conseguido usted conmoverme y cabrearme al mismo tiempo. Excelente.
Permítame felicitarle.
Cuántas estupideces juntas, por Dios. Ya que es usted tan culto y tiene tanta historia (tanta como los pseudo-historiadores de la derecha española, lease Pío Moa y sucedáneos) no vea usted tanto la televisión de Chaves y dedíquese a ver documentales del glorioso alzamiento o los libros que recomienda la faes.
Manda güevos que al patrón Fuentes, que es de izquierdas, republicano y además MASÓN, lo pongan ahora de facha, y encima por criticar la cortijada esta de Telechaves.
Esto es de cachondeo.
Aquí no se consienten insultos.
A pegarse cabezazos a otro lado.
Publicar un comentario