29 de noviembre de 2007

Los días persiguiéndose: El alma de las células (29/11/2007)

Cuando los primeros hombres vieron en sueños que les hablaban los muertos, con armas de guerrero o cabeza de oso, inventaron los espíritus. Con esos espíritus que les soplaban en la oreja llenaron la naturaleza y poblaron el cielo. Mucho después, los filósofos harían cristalería con ello, las almas platónicas le pondrían un delgado forro al ser humano y lo harían inmortal a través de un tropo. Los sucesivos y torpes intentos de racionalización de esa primera superstición animista nos han dado igual la mala ontología que las religiones o la new age con ouija. Todavía hay quien piensa que un vapor divino nos hace humanos, que la muerte aún nos derrama en otra cosa que no es estiércol, que nos habitamos como una concha y que, como aquellos cazadores primitivos, el muerto aún vive en una constelación o en los ojos de un antílope que aparece con el crepúsculo. Nada ha podido hacer la ciencia contra esta superstición primordial. Siguen viendo almas en la carne, en los bosques, en las cúpulas, en la espuma y en las células. Para ellos, lo vivo es un fantasma.

Han abierto ahora una investigación penal contra el Banco Andaluz de Células Madre porque alguien ha vuelto a acusarles de asesinar almas o sus microscópicos cubículos, algo así como de matar niños en su fase líquida. Los preembriones les parecen víctimas herodianas y unas completas almas enrejadas que ya son objeto de moral, de crimen o de perdón. Sin embargo, esto es sólo una opinión fruto de una concepción religiosa particular de la naturaleza humana. Yo, por ejemplo, tengo otra. Pienso que la moral sólo implica a los seres sensibles y que debe buscar la manera de que los humanos vivan minimizando su sufrimiento y garantizando además su libertad. Pero la capacidad de sufrir y de ser libre implica sensibilidad y consciencia. Luego hacer moral con seres que no son ni sensibles ni conscientes sería como hacer moral para las piedras. No puedo medir la condición humana ni en la ecuación de un código genético ni en un sello que ha puesto sobre la química del carbono algún dios. Veo al ser humano cuando siente, actúa, piensa, sufre, anhela. Frente a los derechos de un conglomerado de moléculas, yo antepongo la sanación de los enfermos y la disminución de su sufrimiento. Poco me pesa ante esto el alma imaginada de unas células nadadoras. Dirán que, claro, es sólo otra opinión. Cierto. La cuestión sigue siendo, pues, cómo debe manejarse la ciencia cuando se acerca a tan delicado terreno. Y en este sentido creo que la ley debería favorecer el bien público antes que dogmas tan parciales, discutibles y mal fundamentados.

Defienden la vida, dicen. Pero yo diría que no, simplemente defienden el señorío y la simiente de su dios, igual que cuando rechazan los métodos anticonceptivos (el mandato bíblico de la reproducción sólo pretendía hacer los ejércitos de su tribu y de su dios más numerosos). Defienden la vida, qué curioso, los mismos que han justificado cruzadas o gustan del linchamiento de los pecadores, para los que tienen preparado un nada amable infierno aquí o en otro lado. Pero defender la vida es acabar con el dolor de los vivos más que buscar en las jeringas limbos para el alma de las células. Y seguramente es también desembarazarnos por fin de la dictadura de los espíritus, la que quieren imponer en lo público tantos que viven en ella felices, salvajes y ciegos.

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