En una tienda de lencería de Martos posaba una chica bella como una espiga, pero uno de estos observatorios que tiene la Junta para la ortodoxia sexual decidió que no querían a Eva tomando el sol, como cantaba Sabina. Quién les habrá metido en la cabeza a esta gente que el cuerpo es objeto, cuando es mística y poesía, hasta el punto de rivalizar con la religión como decíamos. No, ellos sólo ven gusanos. El cuerpo no nos vacía de humanidad, de valor, de santidad; también somos cuerpo, no es un pellejo sucio para la mente o el alma, como para los ascetas. El cuerpo es lo que tenemos para sentir, para disfrutar, para doler y para ser humanos frente a los ángeles asexuados y los dioses con espada pero sin picha. Hay belleza y reivindicación de lo puramente humano al ser cuerpo, despertar deseo, inspirar estatuas. El cuerpo es el templo de la libertad, contradiciendo a los que nos aseguran que tiene que ser cárcel, llagas, saco o hasta un uniforme que debemos llevar con vergüenza y permisos. En el fondo son estos puritanos los que ven sólo mercancía en el cuerpo. Los demás vemos la sangre que nos habita, la piel que nos falta en otro, la tierra que nos llama a caer en ella.
Dice esta gente que la chica en el escaparate presenta “el cuerpo femenino como objeto, esto es, como valor añadido a los atributos de un determinado producto”. ¿La “mujer objeto”, el “hombre objeto”? No, el hombre y la mujer, los dos, sexo, deseo, belleza, carnalidad, sensualidad, libertad, éxtasis, mundo y humanidad palpitantes. Siempre y en todo lo que hacen. No hay manera de arrancarse eso, de hacernos a todos simplemente funcionarios del “género”. ¿Que el sexo se usa para vender y comprar? Más aún, para vivir. El matrimonio es un contrato fundado en el sexo. El sexo nos hace elegir un traje, nos convence para beber otro cubata o nos impulsa a escribir un verso. Tendríamos que prohibir las modelos, las gogós, los boys, los gimnastas, las noches, hasta los anuncios de maquinillas de afeitar que hacen de los hombres toallitas o peluches. Tendríamos que prohibir los pósteres de Cristiano Ronaldo, las braguitas de encaje, los zapatos de tacón, la silicona, las corbatas tan freudianas, los coches tan fálicos. Tendríamos que prohibir el mundo entero, que nos recuerda constantemente que somos seres sexuales. No era esclavitud, discriminación, abuso ni maltrato lo de esta chica en el escaparate. Era su libertad, arrebatada a los gusanos y a todos los intentos de paraíso sin genitales. Que se arranquen estos puritanos la carne, el sexo; que se queden ellos en “género”, que se miren con asco, que copulen sin tocarse, que nieguen la linfa que les riega. Pero que no me impongan que el cuerpo es pecado ni delito sólo por tenderse a ser contemplado, anhelado, adorado, recordándonos que somos dioses.
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