Me temo que a los jueces no podemos pedirles ciencia, exactitud, infalibilidad. Para eso, las leyes tendrían que escribirse como la matemática, y las sentencias, salir de un algoritmo, lo que, irónicamente, haría innecesarios a los jueces: bastaría una calculadora. Al hilo de estas paradojas sobre la idea tan humana de justicia y los también muy humanos e imperfectos mecanismos para administrarla, yo siempre me acuerdo de un relato de Asimov. En ese relato, un detective que se encuentra investigando un asesinato cuenta con la colaboración de un robot tan perfectamente humanoide que el detective duda que sea realmente un robot. Sus dudas se acrecientan aún más cuando el supuesto robot menciona la “justicia”. ¿Cómo va a hablar un robot de justicia? Pero éste le define la justicia de la siguiente manera: “La justicia es el estado que se produce cuando todas las leyes son obedecidas y respetadas”. Al replicarle el detective que puede haber leyes injustas, el robot le contesta que “una ley injusta es una contradicción lógica”. Quizá si nuestras leyes estuvieran minuciosamente formuladas y nuestros altos tribunales compuestos por robots como éste, las viscerales polémicas patrias sobre estatutos dudosos, persecuciones a partidos y martirios de jueces, que tanto nos afligen y nos dividen, no existirían. Como no contamos con la robótica, habrá que afrontarlo de otra manera.
A los jueces no les podemos pedir cerebros positrónicos como los de Asimov, sólo honradez e independencia. Lo primero no está en nuestra mano. Lo segundo deberíamos exigirlo con fuerza por la supervivencia de la democracia. En España la justicia está totalmente politizada, los jueces se dividen en hinchadas y los miembros de los altos tribunales son elegidos por los partidos igual que los equipos de fútbol de los recreos de mi niñez, dejando al gordo el último. ¿Cómo pedir respeto por la Justicia cuando la vemos habitada tan descaradamente por la política? Mientras ocurra esto, hasta las payasadas pro-Garzón de Zarrías se pueden entender, aunque a mí no me gusten. Otros arremetieron contra jueces cuando el caso Liaño, por ejemplo, y ahora bordan editoriales y columnas defendiendo el sacerdocio de los togados. No, lo que sucede es que aquí nadie atiende a la dignidad ni al acierto de la Justicia, sino a sus propios intereses ideológicos. Mientras los legisladores no resuciten al Montesquieu que ejecutaron, seguiremos como estamos: luchas de partido trasladadas a los tribunales, jueces de uno u otro lado en la picota o como peones, y descrédito del sistema. Con una Justicia verdaderamente independiente, los jueces quizá seguirían decidiendo en concilios, pero al menos el Espíritu Santo que les hablara no tendría siglas ni vasallajes.
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