31 de agosto de 2011

Los días persiguiéndose: Boda de Cayetana (26/08/2011)

Será un casamiento de postín o será el ayuntamiento de dos bolsas de agua caliente, que es lo que parece el matrimonio a cierta edad, pero el amor ya se sabe que no conoce barreras. Los duques y las pastoras, o al revés, tienen más literatura que las guerras, y eso es lo que me parece, sobre todo, el asunto de la boda de Cayetana, literatura pura. El romance, antes de ser lío, revolcón o cuerneo, fue el verso, el sentimiento, la espontaneidad y la maravilla con que se expresaba la propia juventud de una lengua a través del pueblo. Ahora no hay juglares ni ciegos con cordel, sino el Hola y Telecinco, pero tampoco ha cambiado tanto la cosa. Sigue habiendo plebeyos arrobados e historias de amor, desgracia o épica que corren por las plazas, las peluquerías y los platós para sustituir por asombro y lagrimitas las longanizas a las que no alcanza la gente. Lo tiene todo este casamiento para ser literatura: un amor otoñal, una familia un poco shakesperiana, una dama y un mozo, grandes doseles de la historia, amantes que renuncian a los palacios por una catre con escupidera... Hay gente que está ahí para producir literatura, ya que no produce otra cosa, y estas viejas majestades con peluca, estas grandezas con corazoncito de cojín, estas pijadas de bodas con lanceros, quizá son lo único que tenemos aparte de la política y la miseria para sacar un verso. Sólo el Papa le podía hacer sombra a Cayetana, pero ya se fue con toda la vajilla y la colada de Dios a otra parte.

Los Grandes de España son esas familias que se caen de la cama de la historia por los dos lados. En realidad, los Fitz-James Stuart adquirieron esa grandeza por emparejamientos laterales y tras defunciones o esterilidades de los Álvarez de Toledo. Así, de repente, un sobrino lejano de alguien se encuentra con que hasta un rey le puede hacer de palanganero o una señora de por ahí hereda toda una yeguada de títulos. Pero el origen de su mito, como el de todos los mitos, no es tan importante una vez está ahí aceptado, sacralizado, y hay un apellido que ya va siempre con su nata puesta. Después, todo consiste en ir dando princesitas, jinetes y, claro, romances para el pueblo y metáforas para los plumillas, que quizá ése es el oficio de la aristocracia que no tiene otro trabajo ni mérito. Cayetana y un señor se van a casar, arrimando esqueletos a sus escudos, últimos cisnes a la porcelana y pellejo a las crónicas de verano. Chocarán las espadas y las dentaduras, crujirá entre ellos la seda de los besos, de las carrozas y de las radiografías, relinchará el amor en sus castillos y aplaudirá el país plebeyo como un panadero de la corte. Al menos la boda de Cayetana nos deja otra literatura, cuando creíamos que sólo podíamos hacer rimas con el fracaso y con los muertos.

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