
Yo, que he blasfemado tanto, que siempre denunciaré la mentira de los dioses y el negocio de las almas, me sentí avergonzado al ver la foto de portada de ayer. Ese como escupitajo en la cara, esa violencia tan cercana, ese odio en los ojos del energúmeno que gritaba a una chica que besaba su crucifijo y se tapaba los oídos... No, eso no tiene nada que ver con la laicidad, ni con el ateísmo. Es una agresión intolerable a la libertad, sin más. “El ateísmo es dogmático y genera su propio fanatismo”, rezaba la cita de Lucien Arréat sobre la cabecera del periódico. Pero eso es inexacto o incompleto. Todas las ideas generan su fanatismo y el fanatismo no se justifica con ninguna idea. Ésa sería una frase más acertada.
El dios de Ratzinger, que es el de muchos, no me preocupa tanto como lo que sean capaces de hacer los hombres por imponerlo o extinguirlo a la fuerza. Me preocupará y me incumbirá si, ya sea con el hisopazo o con la blasfemia, se pisotea la libertad de todos, que es también mi libertad. Me rebelaré cuando una opinión particular pretenda convertirse en general y obligatoria, como tantas veces ha intentado la religión, pero igualmente cuando se ejerza violencia sobre la libertad de abrazar esa opinión, de adorar a los dioses de pan o madera que cada cual elija, o de no tener ningún dios. Digo violencia, y no simple desacuerdo, rechazo o crítica, cosa que los creyentes suelen muy fácilmente convertir en insulto y ataque. Lo peor de los dioses es que no se limitan a lanzarse rayos e incongruencias en el cielo unos a otros, sino que han delegado en los hombres para que discutan y hasta maten en su nombre, incluso por negación. Yo soy ateo por honradez intelectual, pero cuando los hombres levantan el puño contra sus semejantes por defender o acallar a los dioses, lo intelectual es secundario. El problema es entonces pura y dolorosamente moral.
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