
Todo era sentimental y prometedor, pero luego nos fuimos dando cuenta de que las autonomías también creaban sus burocracias, sus élites de poder, sus dueños, sus comederos; de que se multiplicaban las cancillerías, los organismos, los funcionarios, los vividores y los mangazos. Mientras celebrábamos mitos y efemérides, lo público se convertía en negocio, la Junta sólo se engordaba a sí misma, el dinero era repartido arbitrariamente entre elegidos y Andalucía seguía pobre y en cuclillas. 30 años hace de aquel librito que tenía algo de catecismo y algo de dulce, de aquel primer Estatuto con peso y espíritu de laurel, tan retóricamente ensalzado como olvidado en la práctica, donde se citaba como “objetivo básico” la “consecución del pleno empleo en todos los sectores”. 30 años de fracaso, incluso con otro Estatuto postizo por el medio, dan pocas ganas de celebrar nada. Menos ahora, que nos pillan en la peor crisis de nuestra historia, crisis en que las autonomías, rumbosas, megalómanas, despilfarradoras, vivero de castas de nuevos ricos y aprovechados mangantes de lo público, nos pueden llevar a la ruina total. Ahora rebajan la calificación de su deuda, pero casi me importa más otra deuda, la que siguen teniendo con aquella esperanza joven, sentimental e ingenua de hace 30 años, cuando creímos que la autonomía nos redimía, nos dignificaba y nos dejaba en paz con la historia. Esa deuda impagada es su mayor traición.
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