
Pero esta educación en libertad, este ideal que yo viví, es sólo una opción de conciencia para los padres y no se puede imponer ni legislar. Lo que nos dice la Constitución es esto: “Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Sí, el adoctrinamiento por parte de los padres es legal, y tampoco encuentro, ciertamente, una alternativa satisfactoria sin vernos dentro de la pesadilla de Huxley. Y sin embargo, también hay algo de perverso en esto. ¿Qué ocurre si las convicciones morales de los padres incluyen la supremacía natural de una raza o una religión, el sometimiento de la mujer al hombre o de la legalidad a una supuesta ley divina, el exterminio del infiel o la consideración de la homosexualidad como una perversión punible? Porque esto es posible, el Estado no sólo puede, sino que debe, además, educar en los valores comunes de la Democracia, la tolerancia, la libertad y los Derechos Humanos. Por eso, aunque con demasiada frecuencia he visto en sus manuales mucha ñoñería, creo necesaria la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Eso sí, los tribunales deberán decidir si verdaderamente se viola la neutralidad ideológica del Estado en alguno de sus textos y habrá que corregirlos si es el caso. Pero no, no se les impide a los padres que transmitan a sus hijos sus convicciones morales particulares. Son esferas diferentes, la de la moral privada y la moral pública, que no deberían colisionar si fuéramos civilizados. Pero algunos no son civilizados, como los que piensan que el enseñar que hay opiniones diferentes a la suya atenta contra sus derechos. Yo tuve una educación en libertad. Otros padres pueden educar a sus hijos incluso en la intolerancia o en el fanatismo. Quizá sea su derecho. Pero también es derecho del Estado señalarles que sus convicciones no pueden coartar la libertad de los demás para decidir su propio camino. Y que en eso consiste la convivencia, aunque les pese.
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