No aguarden revoluciones, y menos en verano, que es la palangana del año. No esperen cabreos ciudadanos más que por el tráfico y las calles cortadas, por la arena salpicada y el arroz quemado. Mientras me contaban la anécdota de La Barbiana, toda una alegoría, pensé en Estados Unidos, tan lejos de esto ahora como una Navidad. Obama, que parece un alfil negro, acaba de afirmar que allí la crisis ha tocado fondo por fin. Se diría que sus rascacielos iban a caer abatidos igual que sus simios con rubia, y sin embargo el paro no ha llegado ni al 10%. En Andalucía, con más del 25% de desempleados, todavía tenemos que ver a la Junta felicitándose por lo bien que lo hacen. Es como si estuvieran en La Barbiana, pidiéndole a mi amigo Luis Torrejón una de langostinos, abanicándose mientras arden la pintura, los cocineros y la clientela, toda Andalucía quizá. Pero lo peor es que el pueblo copia también a sus políticos, mira primero el fuego que empezó en unas cortinillas, contempla luego su propio abrasamiento por todos los costados, y sigue masticando su abulia en un lujo de autodestrucción obsceno, neroniano.
El paro o la corrupción, la peste a pelo quemado de la política o el dinero... Nada nos mueve, así arda este sombrajo de Andalucía por un pico de su hambre o su alegría. Se trata de encontrar un sitio para el culo, una visera para los ojos, un rincón para los dormidos, un brocal para los pájaros; navegar en ese cielo dado la vuelta que es agosto, olvidar el mundo que quedó en otro cuenco, ver cómo supura la carne y estalla la fruta. En agosto o durante todo el año, Andalucía se tizna y se consume. Nosotros nos quedamos a admirar cómo el fuego hace violines con las cosas y cómo la ceniza nos alimenta igual que otra nieve. En La Barbiana ardíamos todos, bebiendo la espuma de las llamas.
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