31 de agosto de 2009

Los días persiguiéndose: Libertad de conciencia (31/08/2009)

De vez en cuando, ya saben, el españolito arrea un cristazo. Se lo arrea al infiel o al propio cura, pero es indudable que los dioses tienen aquí vocación y peso de martillo. Ahora, en Baena, otro crucifijo ha iniciado una guerra, o más bien la ha iniciado el alcalde, poniendo a su derecha el espadón de la religión para “despistar” de otros asuntos, decía el titular. Un día quizá dejaremos de usar a los dioses para empezar las peleas o parar las balas y admitiremos que los conflictos se dan entre hombres aquí en la tierra, no entre divinidades allá en las nubes, pero ese día todavía está lejos. De momento, las religiones sacan sus ejércitos de madera, los ateos sacamos nuestros ejércitos de papel, y el problema no está tanto en que exista este debate o pugna (siempre debe haberlos entre las ideas, aunque no entre los puños) sino en que no se entienda su ámbito, su alcance, su marco.

Jung decía que Dios es una “función psicológica”. Lo “irracional” también lo es. Y nos hace tan humanos como la curiosidad, la inteligencia o el escepticismo. Todos estamos marcados por esa contradicción y la victoria total de uno u otro aspecto en lo humano es imposible. Ni individual ni colectivamente. Seguirá habiendo personas fundamentalmente religiosas y otras fundamentalmente escépticas o irreligiosas, y seguirá el inevitable e interminable debate intelectual y moral entre las dos concepciones. Lo que queda, eso sí, es establecer un marco en el que ese debate sea lícito, limpio y civilizado. Ese marco es la libertad de conciencia, que es algo más que la libertad de pensar o creer lo que uno quiera: también implica el derecho a no ser coaccionado, limitado, discriminado o anulado por pensar o creer de esa manera. O sea, hay en esa libertad un componente personal, individual, y otro social, público. Este último es el que corresponde garantizar al Estado. Eso es la laicidad, no más.

El Gobierno prepara una Ley de Libertad Religiosa que yo preferiría que se hubiera llamado Ley de Libertad de Conciencia, por todo lo dicho. Habrá polémica, seguro, porque aún no se entiende desde algunos sectores que la laicidad del Estado es un imperativo para esa libertad de conciencia. Y no significa acabar con la religión, ni con nuestra “herencia cultural cristiana”. Eso, además de ilegal e inmoral, sería imposible. El arraigo del cristianismo en nuestra cultura va más allá de la decoración de las paredes o de la práctica mayoritaria de esa religión aquí. Llega a lo que Onfray llama su episteme, cosa que también reconocía Ortega. Conceptos como pecado, culpa, penitencia, redención, perdón, puramente cristianos, son inextirpables de nuestra forma de vivir, ya seamos creyentes o ateos. Impregnan las costumbres y hasta las leyes. La laicidad no puede ni pretende “descristianizarnos”. Sólo asegurar que desde lo público no se riña ni azuce al ciudadano con cristazos u otros signos que lo condecoren o lo acusen de ser de primera o de segunda, de pertenecer a la santa mayoría o ser rarito, de comulgar con la historia o traicionar sus “esencias”. Se trata de la libertad y, aún más, de la dignidad de esa libertad. Pero esto da mucho miedo a ciertos ventajistas.

1 comentario:

yinyang mason dijo...

La libertad da mucho miedo a según quien y es concepto tremendamente prostituido