
Griñán no ha sido el ateniense del primer discurso, sino ese Juan Pardo de las viejas canciones al que él se parece tanto. Griñán, que le confesó a Joaquín Petit que siempre estuvo acompañando el proyecto de Chaves o su salud, fiel y lateral como esos probadores de comidas de los emperadores, recogió una Andalucía en la que el partido tiene los pies tan bien esponjados que cualquier cambio sería una idiotez. Para aparentar que Chaves no había dejado un busto en sus asiento, como Lopera, le encargó a un poeta con lira aquel discurso que arrobó hasta a este periódico. Pero uno sabía que Chaves no podía haber pactado su suicido a cambio de dejar aquí a un revolucionario, que en Andalucía no había perestroika y que Pizarro seguía guardando todas las llaves del Régimen. Así lo dejé escrito, cuando la gente decía que en el Hospital de las Cinco Llagas Griñán había cantado un recitativo con órgano, como Jesús en las pasiones de Bach, y a mí me parecía que lo había hecho con acompañamiento de fagotes, que es el fondo que se les pone en música a los osos, los payasetes y los aprendices de brujo. Griñán va de leído y de melómano, pero le gusta Verdi como a los organilleros y a los cursis sin oído, y yo desconfío aún más de los que tararean a Verdi que de los que cantan todavía La internacional. Pronto, pues, los modos, tics, siestones y argumentos heredados le quitaron a Griñán la toga para dejarlo en lo que es, otro manijero en el mismo cortijo, otro primo en el negocio familiar, el último loro de aquel felipismo que no abandona Andalucía. Con un millón de parados, más del 25%, aún no hay aquí guillotinas en las plazas ni incendios en el partido. Sólo la invocación, de nuevo, a la Andalucía “de vanguardia”, llena de molinillos de viento y sostenibilidad de los jaramagos, parchís paritarios y hambre repartida, con la Junta providente y la derechona quitándole los migotes a los pobres. 100 días de la última edición de nuestra eternidad. A punto de llegar agosto, Griñán parece comido por cangrejos, como toda Andalucía.
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