Adiós, María. Miro el informe del Consejo Audiovisual sobre
La tarde con María, de nuevo una tarea de escolares con cartabón, y creo que por muchas tablas de frecuencias y gráficos queseros con que se adorne, falla en algo fundamental para la estadística descriptiva: la elección de variables relevantes. Por eso puede salir como conclusión la “inapelable vocación andaluza de los contenidos”, por ejemplo. Otras veces, las variables son tan ambiguas que les permiten afirmar que en la sección de chistes la “prevalencia de los vulgarismos” es “aceptable” en el 61,9% de los casos, que la temática es “escatológica, obscena, etc” sólo en el 6%, o que únicamente en el 14% “pueden ofender la Identidad Andaluza” (así, con ridículas mayúsculas). Yo concluiría que lo que ha significado este programa no cabe en una cuadrícula, que no hacen falta porcentajes para arrojar todo el magacín a la basura y que su mera existencia ya era una ofensa. Despido, pues, a ese engendro de mal gusto, morbo, vulgaridad y estupidez con un glorioso aleluya. Sí, adiós María del Monte, musa aciaga de esta columna, patrona de las triperías y la risa meona, arriera de lo más bajuno de lo andaluz, cantarera acarreadora de cagaleras estéticas y mentales, lunar pustuloso de la tarde. Lástima que no se lleve con ella a toda su Andalucía de pichas, romerías, peroladas, analfabetos y roncadores, esa Andalucía que el poder seguirá alimentando de otra forma, con otra cara, puede que con el programa que sustituya a su circo de mandriles, ya elegido a dedo entre los amigotes, con otro andaluz profesional (Juan y Medio, por ejemplo) que se forre a costa de idiotizar a la masa y encima la piropee de “buena gente”. Adiós a María del Monte, aunque no a lo que representa. Ojalá extirpar eso fuera tan fácil como mandar de nuevo a esta mujer a botijear al rengue de su casapuerta.
Gazpacho. El andaluz gazpachero, algo así como el mexicano de su tomate frito, el Juan Valdez de su aromática rusticidad, el tío de la carretilla de toda nuestra esparraguería. El andaluz condecorado de verduras, así aparece su cara en el bote o brick, como en un camafeo orlado por majados, igual que el de un marqués de los pimientos. Somos la pureza agropecuaria, servimos para vender zurrapas, jabonería de aceite, melancolía de alpargatas. “Gazpacho de la huerta de Bertín”, se llama el producto que anuncian, y han escogido equivocadamente a un andaluz de zahón, a Bertín Osborne, pero les da igual porque por ahí fuera el andaluz es la fruta de su sudor, la cabaña de su paja, el lebrillo de sus manos, la cocinilla de su pobreza. Uno no se imagina a Bertín Osborne con azada como no se lo imagina con palustre, pero el andaluz parece que quita el sabor de la química, las fábricas y los frigoríficos a cualquier producto, que queda así como un poco amish, que es quizá eso lo que somos en España. “Gazpacho de la huerta de Bertín”, directamente exprimido de nuestro espíritu, de un tiempo de borriquillos, de una tierra sin electrificar.
Cuadro. Un tío disfrazado de Miguel Ligero canta unas sevillanas inventadas dedicadas a Toros para todos, con fondo de picadores y mulillas con banderitas como ristras de ajos. Sólo con Enrique Romero es posible este cuadro de casticismo travestido que no igualaría ni El rincón de Pepe el Guindilla, esa parodia del resucitado Josema Yuste con Florentino Fernández, “donde el arte se hace revolera” (genial) y la guasa patea los topicazos que aquí enfervorizan a nuestros rancios y folclóricos pijotaurinos.
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