22 de febrero de 2010

Los días persiguiéndose: Escándalo (18/02/2010)

Siempre me ha parecido terriblemente inelegante escandalizarse. Hay asuntos que pueden llevar al enojo, a la indignación, a la crítica, a la protesta, incluso al asco... Pero escandalizarse, con ese matiz puritano que tiene la palabra, con esos pelos tiesos de la moral y del decoro, con ese espanto que avisa de sofocos y desmayos como una señorona; eso, ya digo, me parece una vulgaridad. Pero cada cual es libre de ser vulgar o inelegante, escandalizarse u ofenderse. El problema viene cuando creen que su escándalo les permite atropellar la libertad. Estoy pensando, sobre todo, en cierta manera de escandalizarse propia de las personas religiosas, que no se limita a su privado sobresalto, sino que siempre se acompaña de la petición de un castigo ejemplar para el pecador, el blasfemo. Sí, es gente que se escandaliza ella sola con gran facilidad y, seguidamente, pide a los demás daños y perjuicios, como si les protegiera un viejo fuero, un antiguo derecho a no ser perturbados. Suelen hablar con gran sentenciosidad de “insulto”, “ofensa”, “provocación”, “ataque”, y, claro, del “respeto” que se les debe a sus creencias; todo esto antes o después de sacarte la diferencia entre “libertad y libertinaje”, o lo del “anticlericalismo trasnochado y decimonónico” (hubo y hay anticlericalismo en la media en que hubo y hay clericalismo, a ver). Y no faltará quien diga (es mi argumento favorito) que por qué no se meten con el Islam. Si además el escándalo ha venido por el arte, como en la exposición clausurada ahora en Granada por amenazas, tampoco faltará eso de que “intenta llamar la atención”, las referencias a la mediocridad, el mal gusto o la inoriginalidad del artista, y así. Todo para evitar la cuestión fundamental: original o no, trasnochado o no, oportunista o no, cobarde o no, le asiste la libertad de expresión.

Insisto: esto es propio del pensamiento religioso (y quizá también de ciertos pensamientos políticos fanáticos, como los nacionalismos). Nunca he visto, por ejemplo, a un existencialista, o a un jungiano, escandalizarse, ofenderse y pedir respeto ante una crítica o incluso una mofa a sus ideas. Imaginen algo así: “Ya está bien de reírse de Sartre, no vamos a consentir que nos insulten”. El problema viene de que, por alguna razón, se les ha otorgado a las ideas religiosas un estatus diferente al del resto de ideas filosóficas, científicas o morales. No se cierran exposiciones porque hayan pintado a Platón empalmado. No hay cartas al director en los periódicos pidiendo respeto para la Teoría de Cuerdas. Pero el religioso cree que tiene el derecho a que sus ideas no sean criticadas ni, por supuesto, objeto de burla o simplemente de interpretación artística. Y este derecho le parece evidente, sagrado, tanto como para pedir cabezas con esa satisfacción enfermiza que siempre obtienen del castigo al pecador. Sí, se sienten blindados con un privilegio que les hace intocables, e incluso a este fanatismo le dan la vuelta llamando intolerantes a los que sólo ejercen su propia libertad sin menoscabar en nada la de los creyentes. La verdad es que todo esto es comprensible. Necesitan ese blindaje. De otra forma, sus absurdos e infantiles mitos quedarían desnudos a la vista de todos. Su frágil constructo sólo puede sobrevivir si siguen impidiendo o entorpeciendo la libre crítica. No, ninguna idea, opinión o creencia es tan sagrada que no pueda ser puesta en duda e incluso satirizada, que es otra manera de desacralizarla, descontextualizarla, relativizarla. A algunos, la libertad siempre les escandalizará. Es su tarea.

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