No hay que desdeñar el poder de los símbolos, ni, sobre todo, el de la gente enfocada e identificada en una tarea común. Sin embargo, no voy a ser yo el que levante un nuevo imperio sobre un triunfo deportivo. A mí también me rozaban el domingo las banderas, que iban como novias, pero me guardo mucho de bordar sobre ellas o sus batallones metafísicas, identidades o política. A pesar de todo, es cierto, ahí estaba la gente, tanta gente, compartiendo corazón como se comparte una sábana. Yo no terminé el domingo ni más ni menos español, aunque sí más abrazado por algo. No era la gloria prestada, no era el orgullo de ser tribu, no era la uniformidad de la masa, cosas que detesto. Creo que, simplemente, era la emoción, quizá sólo insinuada, o incompleta, o prometedora, de ver a la gente olvidando sus diferencias, ideologías, localismos, por algo que se puede discutir si en realidad es más grande, pero que desde luego era percibido como algo más grande, algo compartido, algo común, algo que unía. Lo que a uno le gustaría es que eso común y aupado por tantos brazos fuera algo más que una copa dorada o una patria de estanco o de tizas de colores. Otro proyecto, otro objetivo, quizá una sociedad más libre, consciente y justa; quizá una democracia sin tantos odios ni urdidores ni mentiras; quizá unos valores de esfuerzo, compromiso, ética, civismo, honradez... Por eso mi alegría y mi emoción fueron tibias, prudentes y puede que hasta levemente tristes tras la final, como si hubiera algo de usurpación en ese triunfo.
Tenía que ser Iniesta, el de piernas de compás, el que ve por encima de las águilas; tenía que ser la inteligencia dirigiendo a la voluntad. Para ganar tuvieron que enmendar el tópico de los futbolistas coléricos, la furia solitaria de paquete, y traer a violinistas rápidos y a relojeros despaciosos, que hacen y perciben las cosas un segundo antes de que ocurran, pensando juntos como una colmena. Era necesario, aun a costa de la tradición, la pureza, el mito del torazo en la bandera o de las espinas en el corazón. Ojalá pudiéramos en Andalucía conseguir algo parecido, tener a una nueva generación capaz de darle la vuelta a todo, de sustituir a los palmeros por geómetras, a los dormidos por capitanes, a los conformistas por luchadores, a los desafortunados por vencedores. Y que toda la gente empujara en esa tarea común como me empujaba el domingo una espuma de banderas y abrazos hasta el agua o hasta los besos. Ni por patrias ni por estampas, sino por nuestra dignidad, nuestra libertad y nuestro futuro. Eso sí sería un triunfo, eso sí sería ganar el mundo.
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