Mis amigos catalanes me señalan en la prensa artículos “anticatalantes” y yo vuelvo a decirles que “anticatalán” no tiene sentido como no tiene sentido “antiatlántico”. Serán, en todo caso, artículos antinacionalistas catalanes, que es otra cosa. Pero en estas patrias macizas al individuo se le impone, tras la sentimentalidad, la ideología. Hablan de identidad, historia, cultura, pero de eso tenemos todos, hasta llegar a las hordas. Y además, ¿qué cultura? Porque la que yo considero mi cultura va desde Asia Menor hasta Washington y abarca más de veinticinco siglos. No, aún no hemos encontrado la respuesta a nuestro ser y por eso nos cegamos con sucedáneos. Tampoco las patrias antiguas ni nuevas nos la traerán. A mí, que me den libertad y una ley justa, y ya me pensaré yo qué soy. Y que me llamen andaluz o español o rumano o terrícola, me da igual. O mejor, que me llamen simplemente “hombre”. Yo votaría sí a la independencia de Cataluña, si alguna vez tienen la valentía de pedirla. Sólo por ver qué les salía a partir de ese miope y sentimental infantilismo, un Estado o una tribu.
31 de julio de 2010
Los días persiguiéndose: Patria y tribu (20/07/2010)
No me pregunten por mi patria, que ya soy mayorcito. Esos sentimentalismos como de la madre o de la novia son para el colegio o para la mili, aunque ya no haya mili. Llega un momento en que oír a gente adulta tan enmadrada en esos asuntos de patrias y naciones me da un poco de vergüenza ajena, como si los viera en pantaloncito corto. Me pasa como con la religión, en la que también veo la condición infantil de la humanidad, igual que Feuerbach o, si me apuran, Freud. Buscar la teta, buscar a Dios, buscar una nación, vienen a ser lo mismo, querencias, necesidades del niño social desamparado, solo y frágil. Tierra, sangre, clan, caverna, madre, padre, casa, sitio, cobijo, identidad... Nos hemos llevado toda la historia preguntando a otros quiénes somos. De alguna manera, el hijo se lo preguntaba al padre, el padre se lo preguntaba al jefe de la tribu, el jefe de la tribu se lo preguntaba al dios, y entre todos iban formando complejas relaciones de pertenencia y dependencia, aceptadas con tal de dejar satisfecha, aun parcialmente, esa primera inquietud del ser. No teníamos otra manera de situarnos en el mundo hasta que el individuo se dio cuenta de que tenía valor por él mismo, no por la pertenencia a un grupo ni por ser una criatura (o sea, un ser creado). El hombre no era ni un siervo ni un súbdito ni un creyente, o al menos no podía definirse completamente como ser humano en esas categorías. Eso fue la modernidad, e hicieron falta Galileo y Descartes, o sea, la explicación mecánica del mundo natural y el principio de subjetividad racional (el cogito ergo sum). La subjetividad, el individuo como punto de partida del conocimiento y, más tarde, de las sociedades basadas en los derechos de la persona, es uno de los logros culturales más importantes del ser humano. Pero luego parece que nos cansamos de eso. Sea por una especie de asco o desencanto antiilustrado que empezó con el Romanticismo y se recuperó en la Posmodernidad, o por lo que decía Erich Fromm del “miedo a la libertad”, o por esa sensación de victoria y dominio del hombre vulgar de la que hablaba Ortega, el caso es que volvemos a una época en que los individuos se gustan siendo masa, y la mayor sublimación de la masa es la Patria. Digo Patria (o Nación), y no Estado, pues el Estado es un contrato, no una abstracción, y no requiere comulgar con sentimentalismos ni homogeneidades. Hemos vuelto, como por pereza, a la cuna infantil, a que nos respondan a la pregunta del ser con una sola palabra: sois españoles, o andaluces, o catalanes. Y eso es responder con nada, eso no dice nada de nadie. Pero no se dan cuenta.
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