Me daba ternura, siempre con su pañuelo verde, su gorro verde, su algo verde, un verde más melancólico que reivindicativo, que a lo mejor el andalucismo es eso, una melancolía dejada en prenda allí en su pico del arcoiris. Pilar González, que parece que lleva a la vez el principado y la viudez del andalucismo, y que todavía habla cantando cuando los políticos ya sólo muerden, tomó el PA después de que Julián Álvarez fracasara quizá por mezclar siglas, morerías, soberanismo, romancero y corazón, y desde entonces vaga cargando con su hijo enfermito o muerto. No es fácil estatuarse en una piedad y hacer renacer desde esa postura un partido histórico pero castigado desde fuera y desde dentro. El andalucismo fue grito, sufrió personalismos, aceptó la sumisión al PSOE, divagó entre la sentimentalidad, el limosneo y la acuarela, y terminó fuera del Parlamento. Ahora, Pilar González llama al PSA, apenas una piscina que se hizo Pacheco, para recuperar unidad y horizonte. Pero le queda más que reunir a disidentes: le queda redefinir un andalucismo moderno que no se limite a vestir de aceituna, a subirse a los minaretes de la historia y a cantar la saudade de una raza. Julián Álvarez era un político con ideas que se perdió en el exceso romántico. Pilar González tiene también propensión a la ensoñación y a hacer versos a las montañas, a las tumbas y a los símbolos. Recuerdo un discurso suyo que comenzaba así: “En un valle del Genil, en una encrucijada de caminos...”. Ya no se puede hacer política con literatura artúrica. A los poetas se los comen los lobos y los apedrea el pueblo que quiere cosas, hechos, y no que le hagan liras a cuenta de sus viejos torreones. Si acaso, la única literatura que sirve es la del insulto, el libelo, la destrucción del rival, la que pone cuernos y pezuñas al partido de enfrente. No queremos que Pilar González deje su mesura y su suavidad para convertirse en Rafael Velasco, pero sí necesita asentarse en la realidad. Un andalucismo realista, sin mitomanías, es posible y deseable. Frente a los demás partidos siempre rehenes de las estrategias, movimientos y equilibrios nacionales, otro que atienda a los intereses de Andalucía sin temer enfadar al que está en La Moncloa o al que prepara la mudanza para llegar allí. Frente a la ambigüedad, el doble juego, las contradicciones y la mudabilidad de los partidos que critican o defienden una misma cosa según gobiernen o no en el lugar, la claridad de un discurso coherente y sincero. Eso puede hacerse, y sin tener que imitar a los nacionalismos homogeneizantes, raciales, identitarios y ancestrales. En Andalucía el soberanismo no cala, el andaluz no se ve como un tarteso al que le han robado el reino. Así pues, atender a la realidad y a las necesidades de esta tierra, sin leyendas y sin nostalgias, y también saber distanciarse de los abrazos pactistas de los grandes partidos, cosa que tanto perjudicó al andalucismo, que se vendió por consejerías de segunda fila a costa de perder la confianza de tantos andaluces.
Pilar González, con su pañuelo verde, su algo siempre verde, me daba ternura pero también me irritaba. Sus ideas parecían disolverse en simple tinte. En su mano y en su palabra tiene todavía la posibilidad de armar un nuevo andalucismo, un andalucismo que necesitamos. No le faltan inteligencia ni ganas, seguro, y creo que Andalucía le guarda su sitio a su partido, con fidelidad y hasta cariño, diría yo. Pero quizá tenga que tirar ese pañuelo melancólico como se tiran las cartas y las fotos de los viejos amantes para volver a empezar.

























