20 de septiembre de 2010

Los días persiguiéndose: Cambio de equipo (24/08/2010)

Estaban los balones y los gatos, las niñas y el chocolate, y con eso íbamos aprendiendo la vida, el dolor, la sangre, la felicidad, la amistad y el fracaso, como grumetes. Me he recordado rematando de cabeza contra las casetas de la playa, con un sol metido en aceite como el de este verano, o con el picor en la cara de esos balones de curtis; me he acordado de esas explanadas en las que los golfillos te podían quitar la pelota o la novia, o en cómo se llevaban los tendederos y los tejados el primer balón de reglamento, con esa sensación de que uno había perdido para siempre un anillo hasta que la vecina o el más ágil de los amigos lo devolvía y lo recibíamos gritando como balleneros. Así aprendíamos la pérdida, la esperanza, la rabia, el compañerismo. Existía el fútbol en los cromos y la televisión en blanco y negro, pero aquel charco, aquella cartera que hacía de poste, aquellas macetas rotas, aquellos chiquillos churretosos y aquella chiquilla con trenca que miraba, eran el fútbol de verdad, la vida.

Ortega teorizó que el Estado tiene un origen deportivo y Manuel Vicent definió una vez a España como “un partido de fútbol”. Ay, el fútbol... Hace poco leí un largo y esdrujulísimo artículo de Sánchez Ferlosio en el que, a cuenta del triunfo mundialista, despreciaba el deporte con demasiados griegos y mala baba para lo que merecía la cosa. Me sorprendió que alguien tan culto ignorara sin más la importancia de la figura del héroe en la historia humana, y aún más, que sin el homo ludens nuestra cultura no habría sido posible. El juego y el deporte son seguramente nuestra primera socialización en unas reglas comunes, nos preparan nada menos que para aceptar una Ley. Quizá no tanto en Occidente, pero en Oriente, además, la dimensión iniciática de la actividad física (en sus artes marciales, por ejemplo) la convierten en un método de disciplinamiento cuya finalidad va más lejos, hacia lo mental y lo espiritual, hacia la moral y la filosofía. Claro que todo esto que es aprendizaje de vida, entrenamiento de la voluntad o vía de superación, también puede ser horda, negocio y vanidad. Es cierto, Cristiano Ronaldo no es un samurái, ni los ultras son monjes budistas. Pero el deporte no es despreciable ni embrutece por sí, sólo cuando se convierte en hinchada, fanatismo, proyección de glorias, frustraciones o esencias, y ese monstruo lo usurpa todo.

Creo que en política pasa lo mismo. También se ha hecho compraventa e hinchada. Parece que el intelectual de butaca tiene que odiar la política como el deporte, pero lo que hay que odiar es que su espíritu primigenio, que en un caso es gobernar el propio cuerpo y en el otro gobernar la sociedad, se ha pervertido. Sí, los partidos políticos son negocio, y sus votantes, fanáticos. Viendo estos enfrentamientos de pretemporada pensé que yo fui primero del Betis porque me parecía que tenía los colores de mi barrio, y luego del Real Madrid por mi padre o por aquella maravillosa Quinta del Buitre. Ya, después, me fue volviendo tibio la suciedad o la vulgaridad que rodeaban al fútbol. Ahora, me está reconquistando el Barcelona, que juega como en mis sueños de chiquillo. Me estoy planteando cambiar de equipo. Mi Madrid lleno de figurines vagos, vividores, cansados, opulentos e incapaces ya no me da belleza ni esperanza. ¿Se imaginan eso en política, aquí, en Andalucía? Cambiar de partido, de voto, sin tragedia, sólo porque el otro aburre, asquea, fracasa y encima presume. Ahora sé que me gusta el fútbol porque puedo cambiar de equipo, o mejor, porque no me importa el equipo, sino su juego. Quizá recuperemos la política cuando el ciudadano pueda hacer lo mismo ante las urnas sin sentir que traiciona a su dios o a su infancia.

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