Me
he levantado en un día sin luz, quizá robada por los feriantes como nos decían
de los niños, cortada por el charco de las calles o por el azúcar de corcho y
mierda que hacen las ferias. La de Sanlúcar ha terminado y yo apenas he pasado
de largo por ella. Cagajones y culos de flamencas como de caballos, eso es la
feria, que se ha llevado todos los jardines, las últimas virginidades en las
fuentes o en ese mar con color de cubata que tiene de noche, y ahora sólo deja rodadas,
barrenderos con parsimonia japonesa y esta mañana sin electricidad, cuando
parece que estás preparándote un desayuno amish y piensas si tendrás que
escribir el artículo como en los viejos tiempos, a mano y dictándolo luego por
teléfono, cuando el periodismo era periodismo, los periodistas tenían algo de
saxofonistas y hasta los mismos teléfonos parecían saxofones o quizá violas.
Una fiesta
que nos deja sin luz, a lo mejor es eso lo que nos pasa. Sin luz y con un silencio
de desabrigo. Ese infierno, ese gran casino de patos de goma y niños de arena y
papel pellizcado, esos cacharritos de feria en los que se marean gusanos
gigantes y se mete un cochecito de bomberos en un pastel de bombillas… Ahora
está apagado. Recuerdo que yo de chico tenía miedo de pisar esos cables tirados
por el suelo (la electricidad es una serpiente que pica). Sueltos por ahí, o
atados como fasces, les daban vueltas a las luces y las barcazas, pero yo creía
que podían morderte como esas bichas que te contaban que anidaban en los
tiovivos, dentro de esos caballitos como aztecas atravesados por sus plumeros o
guernicas mal pintados por el taquillero. No sé por qué la gente contaba esas
cosas ni por qué los feriantes tenían que raptarte ni las niñas morir
despedidas o enredadas en los voladores. Siempre hay paranoicos y augures y
hasta medias verdades confundidas en estas reolinas. Pero ya se fue la fiesta y
me ha dejado una mañana sin electricidad en la casa, que curiosamente suena entonces
a gruta.
Yo creo que
esto es lo que nos pasa, el apagón tras la juerga, pero queda mal decirlo
porque eso de que “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades” ha
devenido en chiste contra el liberalismo voraz y las alforzas cerveceras de la
Merkel. Pero así vivieron los políticos y sus hijos feriantes, a nuestra costa,
hasta que se acabaron todas las fichas. Y encima, los andaluces no hemos
llegado a tener ni siquiera una verdadera feria de la abundancia. Lo nuestro
siempre ha sido más bien como esos circos pobres, tristes y vocacionales, con
sus tigres con calvas, con sus viejas con caniche, con sus tragasables y
payasos cuya hambre y mala cara constituían el propio oficio. Salvo los
arrimados al poder, que aún se notan en las ferias tanto o más que los chinos
con sus chirimbolos luminosos, aquí ni siquiera podemos decir que tuvimos
manzanas de caramelo y piñonates que nos duraron en la boca toda la infancia.
Hambreando y mirando las norias de los demás, siempre tan altas, los políticos
nos divertían con corros y nos regalaban peluches y chochonas como a los niños
que creen que somos. Lo siguen haciendo, como viejos con caramelo, como
malvados feriantes raptores, como esos tramposos con voz de latón que anuncian
grandes premios que siempre se quedan en una puta plancha.
Ha venido por
fin la luz, encendiendo la casa a trozos, como un árbol de Navidad o barrios de
Nueva York, y podré escribir esto en este siglo, aunque las escopetas de feria
y las tómbolas con reyes de bastos no cambian de siglo, de táctica ni de
negocio. Hoy hay basureros como afiladores, hay peces muertos en jarras de
rebujito abandonadas, el suelo parece turrón derretido y resulta que ni hemos
tenido fiesta ni ahora tenemos paz. Y se van los feriantes a otro pueblo, a
otra legislatura, a otra ley, a otro pacto, a otro timo, raptando hijos y
llevándose nuestra luz en sus jaulas y bicheros.
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