Los
aviones, cielo con ruedines, taquilla del viento, tobogán de turistas y
apresurados, los tacones más altos en los que puede venir una bandeja y el
capacho más alto del que pueden caer las bombas. El avión es más o menos igual de
antiguo que la cremallera, pero Ícaro es eterno como todos los mitos y volar
aún nos parece subir a tirarles de las barbas a los dioses o a desplumarlos con
una afeitadora. Por eso los aeropuertos tienen algo de anticatedral encerada,
de vestíbulo de la impiedad. Los aviones, los coches, el acero ensartado con la
velocidad, han sido medida de la potencia industrial y del ego de los países,
como pistones con significado freudiano. En la Guerra Fría empezaron por lanzar
ollas espaciales y terminaron diseñando la aviónica para extinguirnos mil
veces, aunque aquel miedo nos legó casi toda la tecnología del siglo. Pero
Estados Unidos y la URSS jugaban su propia liga. Entre los demás, Japón se
ponía las gafitas de afilar lo pequeño y lo barato, y Alemania seguía con sus
automóviles cuadrados y sus cerebros como búnkeres, o al revés. ¿Y en España? Del
Jumbo al seiscientos estaba toda la distancia entre una primera potencia y un
fabricante de fiambreras.
Aquí no
podemos presumir de industrias celestes ni de remachar estrellas. Con eso sólo
nos sale algo de Tony Leblanc. Únicamente cuando la Unión Europea ha reunido
recursos y siglas, y luego ha repartido el hambre de trabajo, fotos y gloria argonauta,
aquí nos ha tocado poner un alerón o un váter en un Airbus, más cerca de fregar
el avión que de fabricarlo, o terminar de ensamblar el famoso A400M, que nos
llega ya como algo de Ikea. Espectaculares, poderosos aviones que nos levantan soplando
de la tierra, pero que abultan más en las nubes que en nuestra economía y
nuestro empleo. Lamentablemente, aquí hay boqueando bastantes más camareros,
albañiles y cursillistas del Windows que superingenieros. Grandes, complicados y
acojonantes como dragones con poleas, estos aviones a los que les ponemos el
lacito no bastan para redimir el indigente tejido industrial andaluz.
Ayer se
entregó en Sevilla el primero de estos A400M que envasamos más que hacemos, y
allí estuvieron los políticos, como siempre desde que nos prestaron esa gorra
de piloto. No sólo Susana Díaz, sino también Zoido, que se olvidó de las aceras
por reparar para hacer visera con la mano y mirar, mejor, cómo se enladrilla el
cielo. Achampanaron y apadrinaron el avión, se lo pusieron como pin, presumieron
de él como de un hijo guardiamarina y nos hablaron de las glorias que trae su
panza. El mismo desfile, la misma ventolera, las mismas palabras que en la
primera presentación del avión, allá por 2008. Desde entonces, no sólo no se han
llevado a nuestros parados volando, sino que más bien los han ido dejando en
paracaídas. Nos señalan otra vez arriba, nos vuelven a prometer el Cuerno de la
Abundancia descendido. Pero aquí se nos derriten las alas y los sueños apenas
pega el sol en la realidad como en una chapa.
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