El Eurobasket nos visita, está en Granada y en Sevilla, juntando banderas y público como muchas tazas de colores. El baloncesto todavía parece un deporte puro, hecho por niños en el estirón, jugando entre tendederos, descansando para la merienda. Aquí todavía no lo han corrompido, como el fútbol, el gran negocio, los hechiceros del barrio, el alineamiento con las Vírgenes. Los futbolistas enseguida se hacen viejos playboys, deportistas de casino, veraneantes de su propio oficio, quinielistas de su dinero. En el baloncesto aún podemos ver a chiquillos en los árboles, con la alegría de tirar piedras, de colar un avioncito en un balcón. Se fue lo sagrado, pero aún queda lo bello si se mira bien. Es cierto, ya no esperan los intelectuales al público de los Juegos, para inaugurar la historiografía o explicarles como Pitágoras quiénes eran los filósofos y en qué se diferenciaban de los demás hombres. No, ahora esperan los políticos, posando en los palcos, extraños como grajos. He visto a Chaves, a Monteseirín, a ministras algo incómodas como si las entrevistaran en las duchas con los jugadores, vendiéndose silenciosamente como marca o proponiéndose como capitanes de las hazañas ajenas. Y también he visto usar por algunos la eñemanía, ese eslogan de la selección que trae una alegre fábrica de tejidos, viseras, banderas de plástico e himnos cantados con la letra “loroloro”, como resucitador de un decaído espíritu patrio que a mí, que no entiendo ni a los espíritus ni a las patrias, me descoloca. No, ni discursos de filósofos, ni la oportunidad de tocar las lanzas de los dioses, nos trae ya el deporte, ensuciado de modistería, intereses, chovinismo, propaganda. Pero aún, en la cancha, como un volcán bajo su ruido, juegan, ajenos, niños cazando pájaros, gigantes girando con la mano el cielo, hombres con el caduceo de Mercurio, con el pulso de relojero, con el sextante de sus brazos. Todavía el deporte puede ser hermoso, grande, humano.
6 de septiembre de 2007
Los días persiguiéndose: Eñemanía (06/09/2007)
Ante los dioses musculados, ante el pueblo griego llamado por el que amontona las nubes, los filósofos y escritores divulgaban sus ideas y leían sus poemas como a una multitud de jugadores de dados. Aprovechaban que nunca había más griegos reunidos que en los Juegos de Olimpia, y cuentan que fue allí, en el opistódomo del templo de Zeus, donde Heródoto consiguió emocionar con su obra a un joven Tucídides, mientras los atletas se preparaban como novias, en aquel tiempo en el que los dioses y los hombres parecían compartir sus amantes y sus caballos. Ya no esperan los intelectuales al gentío de los Juegos, ni siguen los dioses en su carro las batallas o el camino de las jabalinas. Los inmortales no se sientan a la mesa de los hombres desde las bodas de Cadmo y Harmonía, pero aún gobernaban la guerra, la poesía y el deporte. El deporte, que no se sabe si nació en los rituales de la muerte, las coronaciones o las cosechas, ha perdido lo sagrado, ha perdido el mismo público que la filosofía, ha perdido su sitio en la cultura y a veces se diría que sólo dejó en herencia el barullo y las apuestas. Usado como enardecimiento o como dormidera por demagogos y hasta por racistas, sólo lo salva la estética, cuando hace esculturas de un solo segundo, o ese heroísmo primigenio, más filosófico o iniciático que guerrero, del hombre que no vence a otros, sino que se vence a sí mismo, y que era lo que lo conectaba con su verdadera grandeza.
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