
El Eurobasket nos visita, está en Granada y en Sevilla, juntando banderas y público como muchas tazas de colores. El baloncesto todavía parece un deporte puro, hecho por niños en el estirón, jugando entre tendederos, descansando para la merienda. Aquí todavía no lo han corrompido, como el fútbol, el gran negocio, los hechiceros del barrio, el alineamiento con las Vírgenes. Los futbolistas enseguida se hacen viejos playboys, deportistas de casino, veraneantes de su propio oficio, quinielistas de su dinero. En el baloncesto aún podemos ver a chiquillos en los árboles, con la alegría de tirar piedras, de colar un avioncito en un balcón. Se fue lo sagrado, pero aún queda lo bello si se mira bien. Es cierto, ya no esperan los intelectuales al público de los Juegos, para inaugurar la historiografía o explicarles como Pitágoras quiénes eran los filósofos y en qué se diferenciaban de los demás hombres. No, ahora esperan los políticos, posando en los palcos, extraños como grajos. He visto a Chaves, a Monteseirín, a ministras algo incómodas como si las entrevistaran en las duchas con los jugadores, vendiéndose silenciosamente como marca o proponiéndose como capitanes de las hazañas ajenas. Y también he visto usar por algunos la eñemanía, ese eslogan de la selección que trae una alegre fábrica de tejidos, viseras, banderas de plástico e himnos cantados con la letra “loroloro”, como resucitador de un decaído espíritu patrio que a mí, que no entiendo ni a los espíritus ni a las patrias, me descoloca. No, ni discursos de filósofos, ni la oportunidad de tocar las lanzas de los dioses, nos trae ya el deporte, ensuciado de modistería, intereses, chovinismo, propaganda. Pero aún, en la cancha, como un volcán bajo su ruido, juegan, ajenos, niños cazando pájaros, gigantes girando con la mano el cielo, hombres con el caduceo de Mercurio, con el pulso de relojero, con el sextante de sus brazos. Todavía el deporte puede ser hermoso, grande, humano.
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