Los deportistas podrían inventarse ellos una danza de marmita, como el Haka mahorí de los All Blacks, y los políticos otra manera de hacer patria sin tirabuzones en los símbolos, y así nos evitarían estos debates idiotas sobre letras de pastores y sentimientos de cantina. A esta España, que ya definí como una matrimoniada, no la ve nadie marchando a compás con rimas de marines ni con maitines laicos, de ahí el fracaso de la iniciativa, que no es culpa del texto, sino de esa intención de llevarnos a todos a cantar los domingos de la nación, cuando ni sabemos lo que es la nación ni nos sale cantar nada en este corro de caníbales. He dicho alguna vez que los sentimientos no se legislan, y menos aún se pueden consensuar en estrofas con toldos de cielo y veredas hasta el mar, aquí donde con la tierra hacemos pellas para la boca del otro. Los himnos, como las canciones para la comba, disimulan su ridiculez en su edad. Nuevos, no tienen ni sentido ni perdón. Han intentado hacer patria empezando por el final, por la orla o por el funeral, pero una letra no define una patria, aparte de que una patria tampoco tendría que definir nada, ni siquiera colores.
Miren, sin más, el caso de Andalucía. Aquí sí tenemos himno con letra, con historia y hasta con martirologio. Suena a reforma agraria, a hambre con aceitunas, a pueblo levítico y a libertad a caballo. Pero ha quedado para inauguraciones, para guapeo de los políticos y para empapelar leyes paralíticas. Tenemos un himno muy cantabile, que aun así ha visto caducar la rebeldía, enrocar todas las esperanzas y hasta desaparecer el andalucismo que le dio origen. Letra muerta, sentimientos emputecidos, gloria de cementerio, lírica de canallas, abrigo de ingenuos, comida de listos, estribillo de lavadero para el pueblo, foto al sol para los dueños, éste nuestro igual que los otros, con versos o tamboradas. Yo, por eso, no me levanto con ningún himno.
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