Somos el campo, estamos enterrados en él como una herradura, con ese peso de arena acementada que tiene la historia. Entre el desmesurado sector primario que sigue siendo las venas egipciacas de Andalucía y un terciario que mayormente se encarga de aliñar y emplatar lo que sale de ahí, nuestra economía remite a los carretones. Andalucía da lo que se exprime de ella, que es un poco de su sangre y otro poco de su sal. Las industrias nos nacieron extranjeras. Lo nuestro son las verduras y los jamones, las brazadas en la tierra y los gañidos de pastores, que ahora se iluminan, desinfectan o aristocratizan en una cosa que han llamado Andalucía Sabor, feria de nuestro sudor concentrado, que es lo que tenemos, y que quieren convertir en algo así como la cena de un rey. Allí he visto a Griñán como a punto de recibir un sopapo de la Andalucía verdadera, en una magnífica foto que traía ayer este periódico: Griñán frente a Tomatoman, “mascota ideada en Almería como superhéroe de las hortalizas”. No tenemos para la gloria y el orgullo sino ese Tomatoman, forzudo de nuestra hambre y nuestro atraso. El músculo de Andalucía es un tomate, nuestra épica se tiene que conformar con las hortalizas y nuestro deseo de brazos de acero con una pulpa antigua. Superpoderes de caldo, rayos de picadillo, hipervelocidad de noria, vigor sobrehumano de las matas, eso es lo podemos ofrecer en el siglo XXI de Andalucía, tan terrizo y apocijonado. Por ahí lejos volarán con magnetrones y láseres, pero aquí nos impulsamos de gazpacho. Nuestro héroe, protector, salvador, es un tomate humilde, sincero y engordado de noche y dedos, único titán al que podemos aspirar después de siglos vaciándonos en la tierra, comiendo la tierra, siendo la tierra. Y mientras, Griñán, con su economía sostenible, con sus sueños eléctricos, con su cibernética por montar como un Exin Castillos, mira y no ve la realidad de Andalucía que hay tras ese Tomatoman como un Supercoco de las huertas, tras ese niño que juega con un mantel por capa, tras la purísima ingenuidad de una región que se ejercita en sus penurias y rueda en sus cestillos. Esa realidad que nos resume en la simplicidad, la soledad, la pobreza y la fiesta de un tomate por todo fruto, aspiración, fuerza y victoria.
1 de octubre de 2009
Los días persiguiéndose: Tomatoman (24/09/2009)
Quieren refundar nuestra economía sobre el calambre del viento y el metal vivo de los ordenadores, pero somos el campo y sus cáscaras, la tierra en la boca, el sudor de las cebollas, las calaveras de las vacas, el mismo sol preñado de agua y leche que ya tenían los egipcios. No hay más religión ni más misterio que las estaciones, desde Eleusis a Jesús / Osiris, y aquí seguimos siendo la civilización de un delta, con los dioses de cereal y el pueblo esperando el amanecer como una guadaña sobre la madre tierra. Vino y fruta, el oro de Baco, Andalucía campesina, corazones de bueyes, espíritus de caballos, esa mirada agropecuaria que pone el andaluz sobre el mundo. Los señoritos nos dejaron sin industrializar. Aquí no les hacía falta invertir, arriesgar, teniendo para sus haciendas, sus rentas y sus juergas mano de obra semiesclava abundante como el hambre. Cuando mi padre me habla del campo de hace 40 años, un campo de paja, chinches y jornaleros como galeotes, pienso que nos robaron siglos. Somos aún campo y madera, ese cielo de los cobertizos, ese fuego de los campamentos. Y no sólo en la economía, también en la cultura: nuestras fiestas y romerías siguen trayéndonos los modos y olores de los tratantes de ganado y los terratenientes aupados a sus tótems.
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