Se ha dicho que el hombre “desmusicalizado” de misterios vuelve al refugio de sus cuevas, maravillas y milagros; que la razón, que trajo la gaya ciencia de Nietzsche pero también la náusea sartriana, nos decepcionó al dejarnos techada o claveteada el alma; que estamos huérfanos de “trascendencia” y de ahí la New Age, el renacer de los espiritismos, la astrología, las mancias, los cielos con capirote, los brujos de túnica y hasta los fundamentalismos religiosos. Deberemos concluir que el hombre no termina de encontrarse, que es de lo que va todo esto. Pero yo lo que creo es que, si no se encuentra, es porque todavía intenta buscarse en los cajones donde no está: en las piñatas de las constelaciones, en las antiguas pócimas o en el cristal de los dioses, pero siempre lejos. Ya aquello de Delfos nos invitaba, antes que nada, a conocernos a nosotros mismos, cosa que a mí me parece casi un adelanto del existencialismo, eso de que en el ser humano la “existencia precede a la esencia”. Creo que estamos por hacer y por definir y que nuestra trascendencia está en ese quehacer íntimo, para quedar por fin en paz con lo que somos, con lo que son los demás y con la naturaleza en la que hemos “caído” un poco a la manera de Heidegger. Pepe el brujo, ardiendo en sus trapos y alcayatas, es la imagen del ser humano perdido en la ignorancia y empecinado en la necedad, aunque no tanto por él como por los que le dan voz y crédito. Nos trae una Andalucía como brasileña y una sociedad desnortada rebujada con ajos, pellizcos y lagartijas. No hay misterios en los espíritus ni en los murciélagos ni en las herraduras, sólo en el propio hombre y en la naturaleza que se nos muestra tan poco a poco. Para desvelar ese misterio pienso que sólo hay dos métodos: la ética y la ciencia. Lo demás únicamente nos deja disfrazados de ciego, que es lo que parece este brujo aun con sus ojos en llamas.
22 de octubre de 2009
Los días persiguiéndose: Pepe el brujo (22/10/09)
Tiene los anillos hechos de sus dientes, se pinta fuego detrás de los ojos como una calavera que arde, viene con trapos punzados y cocinillas de ratas a hacer la magia de la infancia de la humanidad, que no nos abandona. La magia, aunque no lo crean, fue el primer intento de ciencia. No apela a los dioses, y en eso se distingue de la religión, sino a mecanismos que se suponen automáticos en la naturaleza, falsas relaciones causales basadas en estas tres simplezas: lo semejante produce lo semejante, los efectos se parecen a sus causas y lo que estuvo en contacto con algo mantiene su relación aun en la distancia. Magia simpatética o simpática, que así se llama, como leímos en aquel famoso tochazo de James Frazer, La rama dorada, donde las tribus y las civilizaciones nos enseñaron a tantos, por primera vez, sus huesecillos encajando. Inventamos la filosofía y la ciencia, desentrañamos los cielos que no tenían arqueros ni cántaros, sino matemática; Kepler primero, desechando el círculo, símbolo de la perfección de la obra divina, para quedarse con la elipse, y luego Newton, trayendo definitivamente a la tierra y a las pellas las mismas leyes del firmamento, acabaron con las distancias entre lo terrenal y lo celeste; fundimos electricidad y magnetismo con las ecuaciones de Maxwell, anudamos espacio y tiempo con Einstein, partimos las manzanas del átomo y las estrellas con los cuchillos de la mecánica cuántica o de la relatividad, y ahora intentamos unir lo más grande y lo más pequeño con la Teoría M, la teoría del Todo, donde tiemblan Dios y las ecuaciones. Para nada, podría decirse, porque el ser humano parece que remite a sus cuencos y palitroques.
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