
Se ha dicho que el hombre “desmusicalizado” de misterios vuelve al refugio de sus cuevas, maravillas y milagros; que la razón, que trajo la gaya ciencia de Nietzsche pero también la náusea sartriana, nos decepcionó al dejarnos techada o claveteada el alma; que estamos huérfanos de “trascendencia” y de ahí la New Age, el renacer de los espiritismos, la astrología, las mancias, los cielos con capirote, los brujos de túnica y hasta los fundamentalismos religiosos. Deberemos concluir que el hombre no termina de encontrarse, que es de lo que va todo esto. Pero yo lo que creo es que, si no se encuentra, es porque todavía intenta buscarse en los cajones donde no está: en las piñatas de las constelaciones, en las antiguas pócimas o en el cristal de los dioses, pero siempre lejos. Ya aquello de Delfos nos invitaba, antes que nada, a conocernos a nosotros mismos, cosa que a mí me parece casi un adelanto del existencialismo, eso de que en el ser humano la “existencia precede a la esencia”. Creo que estamos por hacer y por definir y que nuestra trascendencia está en ese quehacer íntimo, para quedar por fin en paz con lo que somos, con lo que son los demás y con la naturaleza en la que hemos “caído” un poco a la manera de Heidegger. Pepe el brujo, ardiendo en sus trapos y alcayatas, es la imagen del ser humano perdido en la ignorancia y empecinado en la necedad, aunque no tanto por él como por los que le dan voz y crédito. Nos trae una Andalucía como brasileña y una sociedad desnortada rebujada con ajos, pellizcos y lagartijas. No hay misterios en los espíritus ni en los murciélagos ni en las herraduras, sólo en el propio hombre y en la naturaleza que se nos muestra tan poco a poco. Para desvelar ese misterio pienso que sólo hay dos métodos: la ética y la ciencia. Lo demás únicamente nos deja disfrazados de ciego, que es lo que parece este brujo aun con sus ojos en llamas.
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