30 de noviembre de 2009

Los días persiguiéndose: Cuento educativo (26/11/2009)

Alicia había encogido frente a la mesa de cristal y fue entonces cuando Robertito reclamó la intervención de Spiderman. Desarmado y enternecido, apagué el e-book, miré a mi sobrino, casi de cinco años ya, y me di cuenta de que no podía llegar a él, igual que Alicia no podía llegar a la mesa ni al conejo blanco que perseguía. Yo desconocía su lenguaje y su mundo, donde todo, lo real y lo imaginado, tiene ojos y patitas, vive bajo la cama, salta sobre sus rodillas, se da la mano y se mezcla en la merienda. Mi sobrino se toma el yogur con La Masa, mira animales en sus selvas recortadas, choca tiburones de plástico contra coches de carreras, pide que Spiderman lleve a Alicia por los aires y pregunta por todos los misterios de la vida o de las pelusas. No he vuelto a leerle nada a Robertito. Decidí alejarme de su magia para no romper nada o para no añadir ni un hada ni un monstruo más. Educar a un niño me pareció de repente un abuso del que yo no quería ser responsable. Y sin embargo, no hay otra manera. Alguien tiene que disponer su cuarto, ordenar sus juguetes, enseñarle orugas, fabricarle el mundo, señalarle sus nombres. Sí, pero no seré yo el que se atreva. Aquel día, le dibujé a mi sobrinito un Mazinger Z como despidiéndome o arrepintiéndome.

Yo no tengo hijos, y no sé si los tendré. A veces me da por pensar que no tengo (que nadie tiene) derecho a moldear una vida desde la nada. Pero soy consciente de que lo que para mí es una crueldad, la mayoría lo considera la base de la sociedad. Los padres suelen creer que sus hijos les pertenecen, y es más, que tienen el deber y el derecho de forjarlos a su gusto y manera; inculcarles sus valores, sus creencias, sus ideologías, sus fantasmas, sus neurosis, sus debilidades. Lo llaman educar. No es mi opinión, lo reconozco, algo que se pueda generalizar, a la manera kantiana, como imperativo categórico. Tampoco puedo presentar una alternativa: si no son los padres los que deben educar una personalidad, ¿quién? ¿El Estado? Eso sería aún peor. No, yo sólo me permito reclamar mi libertad para rehusar esa terrible responsabilidad de ser Dios para un chiquillo, para una conciencia totalmente por hacer.

Miro muy desde lejos la polémica sobre ese tribunal que ha dictaminado que hay que hacer profesión de fe para ingresar en ciertos colegios concertados religiosos. No creo que poner como segunda opción un colegio “laico” sea apostasía, ni que un juez pueda evaluar la determinación de los padres en este sentido. Pero sobre todo, creo que ese derecho a que los progenitores eduquen a sus hijos “según sus convicciones” está mal medido y peor desarrollado. O exigimos que el Estado nos ponga colegios enteramente católicos o budistas o ateos para todo el que lo pida, sin que nos limiten cupos ni un juez mire por el ojo de la cerradura; o bien se concluye que esa parte de la educación corresponde a los padres y que son ellos los que tienen que encargarse en sus casas o en sus iglesias o pagando los colegios del color que deseen, quedando para el Estado sólo la obligación de la formación en el conocimiento científico y en la moral mínima y común de la civilidad, no más. Yo preferiría lo segundo. No sé si un día mi señora y yo nos veremos con capacidad y fuerzas para educar a un hijo en la libertad y la responsabilidad, sin adoctrinamiento. Pero seguramente nos frenará encontrarnos con un sistema educativo con una mitad destruida y la otra sectarizada. Quizá ese día, al menos, pueda hablar ya con mi sobrino y explicarle por qué no le leí más cuentos.

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