
Ese dinero de los presupuestos está todavía en los árboles, con estos meses que tienen color de veinte duros; está lejos y por cazar igual que algunas constelaciones. Se crea deuda, que es como pensar que una horca nos sirve igual que una corbata, y se reparte el hambre igual que si ya fuera una espiga. Veo a la consejera de Economía, Carmen Martínez Aguayo, con toda la pobreza del otoño en sus manos, disponiendo millones que parecen legumbres que sustituyen a las monedas y edificando cosas a partir de cerillas. No sé dónde está todo eso de lo que habla, ese cambio en el modelo económico que ve tan sencillo como girar una maceta hacia el sol, esa educación que hará de repente, tras el recreo, astronautas de los que iban para peones o raperos; no sé de dónde va a crecer el dinero que no hay ni de qué se va a espantar nuestra miseria cuando ellos sólo están tapando las zanjas que abren, dando vueltas a la misma noria y haciendo una duna con lo que rebañan de otra. Será que tenemos que quitarnos “las gafas negras”, como le dijo Griñán a Arenas; ponernos otras de caramelo, que son las que seguramente lleva nuestro presidente como Elton John, para que así veamos en ese horizonte del 30% de paro no más que un velero lleno de oportunidades, biotecnología, placas solares, excelencia y otros bronceados que ellos le ponen a la roña que nos aplasta, esta vez sí “insosteniblemente”. Ese dinero que no pesa, esos números que no hacen montón, esa economía de gurruños de papel, desorejó a los ricos, que tenían la culpa, pero machacó a los pobres, que sólo tenían la ingenuidad. Después de los banqueros, los especuladores y los ladrones de muchas hebillas, nos rematarán los políticos. Ahora traen las cuentas de nuestra necropsia, como el pesaje de una matanza. Pero es un dinero que viene medio volado y medio comido.
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