30 de noviembre de 2009

Los días persiguiéndose: La calle limpia (12/11/2009)

Ya no son franciscanos, ni ciegos como del Siglo de Oro, ni perdedores de Galdós o Pío Baroja, los que piden por la calle. A los acordeonistas de una mano y a las falsas madres con delantal los sueltan y los recogen ahora las camionetas de las mafias, con horario de autobús. La limosna, que predican las religiones, que practicaban los santos, que endomingaba a las señoronas, ya fue gremio y negocio organizado bastante antes de que soltaran mecheros de plástico en las terrazas. Se heredaban las esquinas, las puertas de las iglesias y las cojeras. Bohemia, pillería o necesidad, a veces juntas y a veces no, nos han hecho siempre aquí barroco, literatura, taberna, calle, y han servido a los decentes igual para el asco que para el lavado de conciencias. El caso es que de vez en cuando sale un gobierno o un ayuntamiento que quiere baldear las aceras, patear los platillos, exiliar a las putas o encerrar a los mimos tras las rayas de sus jerseys. Ya no existe aquella funesta ley de vagos y maleantes, pero sí ordenanzas municipales que igual se llevan bolsas que músicos que enganchados. Lo hicieron en su tiempo los gilistas, a la vez que decoraban jardines y saqueaban lo público; lo intentan ahora en Granada, donde la policía local parece que va con pala. Yo, la verdad, no creo que haya ninguna manera totalmente justa ni totalmente saludable de limpiar la calle, demasiado ancha, demasiado sucia o demasiado viva.

Los veo cada día, con los colores de sus collares o de sus lamparones, con hambre de pan o de vino o de papela, con guitarra o marioneta o navaja. Un extranjero como vikingo, descalzo, vestido como con una red, lleno de mierda y de palomas, que parece cantar o recitar en su idioma o en el de los locos y que sólo extiende la mano y arroja como dados en los callejones sus ojos azulísimos. El chaval rubio, dolorosamente joven, que antes iba hasta arregladito, pidiendo para el mismo autobús que nunca había; que luego se ha ido pudriendo en su chándal, que ya hocica en la basura, que ya llega a amenazarte cuando el mono le hace temblar, que luego te encuentras en un cajero metiéndose su dosis como entre cachimbas de muerto y papeles cagados. Aquél al que llaman Camarón, siempre con el mismo fandango a las puertas de los bares, con las barbas como un nido de gorriones, profeta de las migas, inofensivo y triste aunque se marche como deseando indigestiones. El otro gitanillo que quiere imitarlo, que se peina antes de arrancarse torpemente, que pasa por las mesas de la plaza con mirada primero de lástima (“por lo menos canto”, dice) y después de odio y desprecio si no le das nada; que dedica el gesto de cortarles el cuello a los que lo echan de los locales, que más tarde se encuentra con el rubio de antes en el cajero y hace allí con él una piedad o un mutuo suicidio. Y más, la rumana con la fotocopia de sus hijos inventados, el chaval con una pandereta por gorra, el violinista como expulsado de un circo, y manteros, y vendedores de bicicletas de alambre y de relojes falsos, y un rasta que canta mientras su mujer, que parece eternamente embarazada, hace bailar guiñoles... Los veo cada día, atareados en sus centimitos y mondas, rebuscando la vida o la muerte. Unos dan pena, otros dan miedo; unos son peligrosos y otros, tiernos. A ver qué ordenanza los distingue y qué poder los separa o los salva. Mafias, buhoneros, tocadores de armónica, yonquis, payasos, locos o pobres de hambre o de oficio; el que te conmueve, el que te estafa, el que te alegra, el que te intimida. Siempre podrán dejar las calles vacías. Sería limpio e injusto. A veces yo también lo pienso. Casi siempre me arrepiento.

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